Me levanté temprano, estaba el sol empezando a abrirse paso por Cienfuegos. La mujer que me atendía en la casa, la que bailó cuando le dije que aceptaba el cuarto, que no era la dueña que había ido a La Habana a ver a una hermana, se empeñó en que desayunara lo que me había preparado y me resistí, no era capaz de tomar nada a primera hora. No se preocupe, estoy bien y he dormido muy bien. Y mucho mejor cuando se apagó el aire acondicionado que estuvo zumbando hasta la madrugada. Ay,Ay, Ay Cómo no avisó?.
Estoy en Cienfuegos. A las dos horas quise volverme. A las cuatro estaba encantado. A las siete, sentado junto al mar y con los pies en el agua, pensaba que era un lujo vivir en Cienfuegos. Y, por la noche, cenando, pensé en lo diferente que es el resto de Cuba, que conozco, de La Habana. La Habana es una mezcla de desolación y entusiasmo en cantidades que varían según la zona, y si estás en la Habana Vieja o Centro Habana añádanse unas pizcas de asco, por la suciedad que hay en algunas calles. Solo unas pizcas.
Vivo en una casa rusa en la calle Espada. Es un edificio de cuatro plantas de cemento, solo de cemento, de módulos prefabricados. No hay ladrillos, ni escayola. El cemento se ve en los tabiques (en los paramentos verticales que les dicen los del oficio) y en los techos, que son de bovedilla, y no están recubiertos más que con unas manos de pintura; se ve también en las escaleras, donde los peldaños son de cemento desnudo, como el suelo del portal. Suena mal esto del cemento, pero son casas con una distribución muy cómoda y con mucha luz.
Las habitaciones, que son muy amplias, son exteriores con ventanales. El salón da una terraza también espaciosa en donde la dueña del piso tiene cinco o seis macetas con plantas y flores que nos hemos comprometido a mantener vivas, como las otras que tiene en las escaleras. Esta terraza y uno de los cuartos dan a la calle y la otra habitación da un patio interior que es muy amplio, su tercera parte está ocupada por el patio de un colegio, como pudisteis ver en las fotos de los niños cantando por las mañanas el himno de Cuba. El cuarto de baño es suficiente y la cocina es apropiada para lo poco que se usa en la Habana. Por lo de las circunstancias.
El piso está integrado en un bloque de cuatro edificios con un patio en el centro. Uno de los edificios, el que está al fondo, en el lado opuesto al nuestro, es el colegio que da a la calle Hospital, el de la izquierda mira a la calle San Rafael y el de la izquierda es diferente, en cada plata hay un corredor con puertas y ventanas que creo que son pequeños apartamentos con solo luces al patio y me lo imagino oscuro, como una parte inmensa de las viviendas de Centro Habana y Habana Vieja. Nada envidiables. La falta de luz es peor que el deterioro causado por “las consecuencias” de la situación.
Vendedor callejero de fruta. La Habana.
Me dicen, turistas y vecinos, que La Habana es la ciudad más estropeada y sucia de toda Cuba. Aunque nuestra calle está esmeradamente cuidada por un viejo barrenedero. Se leen críticas en los blogs locales protestando por el abandono y hay chistes en la única revista de humor que se vende. El humor siempre es crítico. En España recordamos, ya somos menos, La Codorniz y ahora mismo tenemos El Jueves como ejemplos.
«Palante, publicación humorística quincenal.
El presidente Díaz-Canel ha señalado la vivienda como uno de los principales problemas de Cuba, ya se ofertan ayudas para la rehabilitación a los cederistas, miembros de los Comités de Defensa de la Revolución que, al parecer, son la mayoría de los vecinos. También hay algunas ONGs que tienen proyectos para paliar en parte el problemas de la suciedad de las calles de La Habana Vieja y Centro Habana, quizá lo más destacado sea la renovación de todos los contenedores y la donación que hace Japón de 80 nuevos camiones de recogida. Además, el ayuntamiento ha anunciado que multará con mil pesos (unos 50 dólares), el sueldo de un mes de un director de hospital, por ejemplo, a los que no depositen la basura en los contenedores. Mi amiga, la de ayer, la de la fábrica de colchones está dispuesta a llamar por teléfono denunciando a quien vea que deja la basura en la calle. Hay calles muy sucias en La Habana, sucísimas.
la suciedad en las calles de La Habana en Palante, la revista de humor.
Junto a mi casa se han levantado dos edificios de veinte plantas, también con el mismo tipo de construcción rusa. Estos dos rascacielos están rodeados de espacios libres, en uno de ellos hay un aparcamiento estatal y en otro un huerto urbano, que trabajan un grupo de cuatro o seis hombres que también venden lo que cultivan en la caseta que hay pegada a la carnicería donde siempre están unos seis o siete gatos expectantes. Siempre he tenido por seguro, hasta ahora mismo, que a los gatos lo que les gusta es el pescado. Como si los ratones fueran peces. En las casas de mis abuelas había gatos. En la de la ciudad solo había una, Pimpina, y era una gata urbana, educada en esa condición, que comía caldo y usaba el cuarto de baño; en la del campo los gatos eran muchos e indisciplinados, vivían, como nosotros en verano, salvajes. Para ellos se les compraba, a mi abuela le daban pena, pescado en la plaza, el barato, las xoubas, el que no valía nada. No os escandalicéis. La hija del Mego, que estuvo de maestra en Ons, contaba que allí se abonaba la tierra con percebes y mejillones; Josefa recordaba que en su casa de La Puebla se despreciaban las nécoras por su abundancia. Y, mucho más para aquí, en los 60, el padre de Sara le decía a sus hijos, cuando estaban dando cuenta de las navajas cogidas en el arenal de A Lanzada, comedlas, comedlas, que algún día le llamarán marisco. En esa época en Vilagarcía cogíamos ostras y nécoras y pescábamos desde la playa y desde la calle de La Marina, hoy a cien o doscientos metros del mar.
Centro habana. La Habana.
En La Habana llaman la atención, también, los colores de las casas. Ese desbarajuste que hay, esa falta de uniformidad, que tiene un resultado que a mi me gusta mucho. Hay casas verdes, rosas, azules, rojas, amarillas. Son colores que nunca utilizan vivos, fuertes. No sé si es que ya están quemados por el sol, que aquí lo abrasa todo, o es que les gustan más los colores pastel. Me imagino que de los colores de La Habana debe de haber escrito algo por ahí, pero yo no lo he leído ni tengo tiempo ahora para bucear en internet (cuando navego no veo nada en internet, para encontrar algo, no sé si pregunto mal o soy muy torpe, pero siempre tengo que bucear mucho y profundamente para nada). Además, qué más da, las interpretaciones que se hagan. El papel aguanta mucho, esto que se dice de los números vale también para las letras.
Centro Habana. La Habana
En Santiago, un historiador ha demostrado, parece ser, que a los santiagueses se nos venía apodando mal, cundo nos decían Picholeiros. Según él lo correcto es que nos llamen Picheleiros, de pichel, aquellas jarras, como jarras de cerveza bávara, que tenían tapa y que, al parecer, se fabricaban en Santiago. A mi esto me parece una idiotez, aunque sea una idiotez documentada. ¿A Ver? ¿Cuándo empezamos a equivocarnos? ¿Por qué cambiamos la “e” por la “o”? ¿Cuando nos olvidamos que fabricábamos picheles?
Calle L. La Habana.
Los santiagueses somos picholeiros, con “o” de picho que es como le decimos en gallego al caño por donde mana el agua de la fuente. Y existían muchos “pichos” en la ciudad , en las fuentes y en las innumerables gárgolas que coronan las casas de la ciudad monumental. Pues Santiago es la ciudad de los pichos, de las fuentes. ¿Qué ciudad tiene hoy más fuentes que Santiago? Y tenía muchas más, que las fueron secando a partir de la mitad del siglo pasado. Y ahí está O Picho da Cerca, como se le llamaba a la calle que rondaba la muralla, antes de que le cambiaran de nombre por el de A Virxe da Cerca. Bueno, si no es cierto está bien contado. Y es una historia más bonita.
Jo! Me lío mucho. Porque toda esta vuelta de los pichos es para hablaros de los colores de las casas, que ahora la Xunta de Galicia ha decretado o está a punto de hacerlo, qué gran error, que solo se podrán utilizar en las casas del rural los colores determinados oficialmente. Pero abreviaré. Cuando Aguiño era un pueblecito marinero que estaba mucho más allá de Ribeira las casas estaban pintadas de colores llamativos elegidos al gusto de sus dueños. Y el resultado era sorprendente y muy bonito, no había tres seguidas en las que se repitiera el color. A finales de los sesenta, un invierno, me fui a pasar allí unos días con la intención de enrolarme unas jornadas en un barco de pesca de los que faenan de noche a unas cuantas millas en el interior del Atlántico. No me embarqué nunca, me lo impidió el miedo, me asustó ver zarpar a uno de los barcos, la primera noche del día que llegué. Lo vi perderse en lo oscuro zarandeado por un mar bravo. Y me quedé convencido de que lo normal sería que no regresaran. Aguiño no era lo que es hoy, había una pequeña playa para varar las dornas y un puerto breve, poco más que un ramal de piedras para atracar los barcos de motor. El pueblo acababa allí. Donde también había una casa solitaria de tres pisos, en cuyo bajo se abría un bar a los marineros que estaba atendido por una mujer, la que me dio cama en la última planta y me dio de comer y beber al fiado. Allí estuve tres o cuatro días hasta que acepté que nunca sería capaz de enrolarme como marinero de bajura. Nunca hablé con nadie ni nadie se dirigió a mi nunca. Ni siquiera le di mi nombre a la mujer que apuntaba cada día mis gastos a nombre de “O de barbas”. Eran otros tiempos.
Terraza de la Pastelería Almendrares. La Habana.
Pues en aquellos días de mal tiempo y miedo me quedé entusiasmado con aguiño. Estaba acostumbrado al encalado de Portonovo, que entonces no era más que una montaña llena de casitas pintadas de blanco, un color mucho más sensato y respetuoso, y Aguiño me sorprendió, aquella mezcla de colores atacaba directamente al gris plomizo y deprimente del invierno. A pesar de mi fracaso volví a casa feliz con mi descubrimiento y hubo quienes me dieron explicaciones científicas y estudiadas. Las pintan así los marineros para reconocerlas desde el mar, me dijo uno. Las pintan así los marineros con la pintura que les sobra de pintar sus barcos, me dijo otro. Y hubo otras interpretaciones; pero nadie me dio la de mayor sentido común, las pintan así porque les gustan, porque les alegran. Pues por eso yo digo que los de Santiago somos “picholeiros y no prohibiría nunca, ni en Galicia ni en La Habana, que cada uno pinte la casa del color que le guste.
Calle M. La Habana.
En La Habana la libertad cromática es total y como en muchas casas una vivienda acaba siendo compartida por distintas familias, un solo edificio puede tener distintos colores como si quisieran marcar con ellos hasta donde llega la propiedad o el uso de cada una.
En demasiadas ocasiones se llega a habilitar como vivienda el espacio que corresponde a cada hueco, sea puerta o ventana, y así nos encontramos con que un solo edificio puede tener todos los colores del arco iris. Y eso solamente lo veo mal cuando la penuria económica impide pintar todo su trozo de fachada. Pero es lo que hay. Y a pesar de esos defectos el resultado tiene efectos para celebrar. Una calle , a determinadas horas del día puede resultar un lugar precioso por el juego de la luz con los colores, si le quitáramos esa pintura, ya sucia y empobrecida, nos daría una impresión de miseria deprimente.
Avda. Infanta. La Habana.Barra del Biky. La Habana.El Vedado. La Habana.El Vedado. La Habana.
Volví por el Bodegón Theodoro, esa taberna antigua que está en la calle de San Lázaro, a doscientos metros de la Universidad. Donde, al parecer, Fidel Castro solía bajar a tomar algo cuando era estudiante universitario. Allí había estado hace unos días comiéndome un pan con lechón de desayuno. Pero hoy, como iba sobrado de tiempo, me detuve con la intención de saber quién era el autor del cuadro que está colgado cerca de la barra y del que me llevé una foto el otro día. Ninguna de las dos mujeres que estaban allí supieron decírmelo. Ni quién era el pintor ni quien era Theodoro cuyo nombre lleva el bodegón. Pero me contaron lo de las visitas de Fidel siendo estudiante.
La mujer más guapa de Cuba. centro habana. La Habana
Hoy comí con una de las mujeres más guapas de Cuba. Bueno, exactamente comí enfrente de ella. Fue en un pequeño boliche de una calle perpendicular a San lázaro justo antes de del Hospital Hermanos Ameijeiras. Ella atiende el mostrador en el que junto a una jarra de limonada con mucho hielo, hay dos grandes bandejas, una con fritos de maíz y otra con fritos de malanga, y, al lado, las hojas de una mazorca de maíz que utiliza como platos.
Rendido al calor de La Habana me entregué al mar del Caribe. Hubiera sido mejor hacerlo en un cayo, en una playa de aguas turquesas y arena blanca sembrada de conchas anacaradas y brillantes. Pero fue una rendición súbita, me sorprendió un ramalazo de calor con la guardia baja y me entregué a la molicie en la Habana misma. Lo más cercano era el Hotel Habana Libre, donde estaba, pero en su espléndida piscina el sol se come todas las sombras y te abrasas a partir de las doce. Preferí el Copacabana que está igual de viejo pero tiene un trozo de mar acotado donde te puedes bañar asustando a los peces de colores.
Ayer, tras la excursión a Viñales, que me dejó a las ocho en el Hotel Sevilla, todavía caminamos media Habana Vieja y atravesamos Centro Habana con un calor pegajoso. Por eso creí que hoy sería un día de no hacer nada. Pero caminar forma parte del descanso, por lo que parece. A Nuestro Hombre en La Habana, dado que era domingo, le pareció maravilloso disfrutar de la mañana tirado en una terraza de la Plaza Vieja. Allá nos fuimos… andando. A medio camino nos separamos. Se desespera con mis paradas técnicas, para hacer fotos. Cuando llegué Nuestro Hombre estaba delante de una taza de café leyendo algo así como “El Poder, una bestia magnífica”.
A las cinco de la tarde nació Jacobo. Parece que salió con prisas y desbaratándolo todo. Es lo menos que se puede hacer cuando se es el séptimo de los nietos, por lo menos para que no se lo olviden en un jardín como pasó con su madre. ¿Y la niña? Hace tiempo que no la oigo. A la niña bajamos a buscarla al jardín de la manzana donde habíamos pasado la tarde, estaba dormida en un banco.
Mi vecina barría hoy el portal. Era temprano, no habían dado las ocho. ¿Le gusta madrugar? Le pregunté después de darle los buenos días. Si, me contestó, me enseñaron mis abuelos a levantarme temprano. Y añadió, “al que madruga Dios le ayuda”. No a todos, pensé; pero solo le sonreí. Y me fui dándole vueltas a por qué habrá dicho sus abuelos y no sus padres.
Tuve que escaparme de La Habana Vieja. Había previsto subirme al edificio Gómez Vila para entrar en la Cámara Oscura y ver la Habana en una paellera, pero el calor se me hizo insoportable. Eran las nueve y media de la mañana cuando dejé de encontrarme bien. Había caminado algo más de una hora con paradas en un chiringuito de la calle Obispo para un desayuno de jugo natural de mango y bocata de jamón (15 pesos/70 cts. de dólar) y en el lobby del hotel Ambos Mundos porque ya el calor me echaba de la calle. Aquí, en el hotel, me tomé una Coca Cola pequeña por la que pagué 3.50 dólares.