
No fui a San Antonio de Los Baños a comprar la Cola Loca para pegar la goma de la carcasa de la cámara; pero la encontré allí. Me costó, pero la conseguí. Empecé preguntando en el Pto. Comercio “Taller Integral” ( ignoro lo que significa Pto.), que me pareció el lugar idóneo para conseguir arreglar mi cámara. Allí había un hombre joven, sumamente amable, que sin dejar de intentar arreglar un transistor lamentó no poder socorrerme nada más que indicándome dónde podía encontrar la cola loca. Busque a un hombre viejecito que se suele sentar por la acera de enfrente, él la tiene, me dijo.

Pregunté en la calle y en las tiendas que había en la manzana de casas en que estaba el Pto. Comercio “Taller Integral”, y todo el mundo sabía del viejecito que suele sentarse en la acera a vender la cola loca, pero nadie lo había visto en lo que iba de mañana. Aunque una señora me dijo con seguridad que el viejito que la hacía hoy no había venido ni iba a venir. Me había imaginado que la cola loca era una especie de pegamento de fabricación artesanal, pero por lo escuchado a esta mujer ahora estaba totalmente convencido y, es más, por la escasez de la cola loca, sospechaba que la fórmula para su fabricación tenía que ser un secreto. No se comercializa y es muy difícil de conseguir, por lo que parece solo la tiene un viejecito del campo que se sienta a venderla por las mañanas en la calle principal de San Antonio de Los Baños. Bueno, pensé, no sé si funcionará pero la cola loca tiene una historia.

Más tarde, cuando estaba en la otra punta del pueblo por donde había entrado, volví a preguntar por la cola loca por si el viejecito había decidido cambiar su puesto de venta y estaba por allí sentado esta mañana. Nadie lo había visto. Pero no me di por vencido y, además, la pregunta me permitía ir entrando entrar en todas partes y dirigirme a quien me apetecía. En una local, en el que tres mujeres tenían montados sus respectivos negocios, la que vendía trajes para niños, cuando le conté lo que andaba buscando, me señaló a la mujer de la ferretería. Estaba atendiendo a un niño que la estaba enredando contándole lo que buscaba. Mientras la espera me impacientaba fui pensando en lo que sabría esta mujer sobre la cola loca que no fue capaz de contarme la vendedora de ropa de niños. ¿Será la nieta del viejecito? Me pregunté. El niño seguía con sus explicaciones y yo paseaba como un péndulo el local de las tres tiendas y a la vigésima vez en que me tocaba rozar la mesa en la que estaban expuestas las existencias de la ferretería, la mujer, sin dejar de atender al niño, extendió el brazo y cogió de entre un grifo y unos enchufes un tubo de pegamento y me lo dio. Tome, me dijo. ¿Esto es cola loca? Le pregunté desilusionado. Y mirándome como si le estuviera preguntando una evidencia, me dijo, Claro.

Para ir a San Antonio de los Baños salí temprano de mi casa de la calle Espada. Había quedado con un joven, al que alguien le había dejado un coche, para que me llevase allá por 40 dólares. Nos llevó toda la mañana tal como habíamos acordado.

No fui a la Escuela de Cine, sino al Museo del Humor, que está en el medio de San Antonio ocupando una antigua y sobria casa colonial, no muy grande, que mandó construir hace doscientos años el Marqués de Campoflorido.

Enredé un tiempo en el Museo. En el zaguán, pude ver 12 de los veinte primeros premios que lleva otorgado el Museo en otras tantas bienales internacionales del humor que viene celebrando desde hace cuarenta años (ignoro porque no están expuestos los 20 premiados). En las tres o cuatro estancias que tiene la casa pude ver las exposiciones existentes de las que me vine con alguna foto. Entre ellas la de una caricatura de Lula Da Silva, el expresidente encarcelado de Brasil, pues alternando con la Bienal del Humor se celebra la Bienal de la Caricatura. También fotografié el patio, al que se abren la mayoría de los cuartos de la casa, y en donde, teniendo como fondo un mural con referencia al Museo, retraté a unos señores que estaban allí reunidos en asuntos por los que no pregunté.

La mujer que me atendió en el Museo me dio una detallada conferencia sobre su historia y su contenido, y en la que no ocultó su aprecio por la casa, que fue declarada monumento local en los años ochenta, y a la que le gustaría poder dedicarle unos cuantos pesos en mantenimiento cada año. El Museo es el único existente en Cuba dedicado al humor y se ha abierto en San Antonio de los Baños porque en este pueblo nació Nuez, el que ponía las notas de humor sarcástico y crítico en la prensa de la época de Batista.

Liquidado el asunto del museo regresé a la calle principal a ver si le tomaba el pulso a la mañana . Ya había paseado por ella al llegar a San Antonio, había desayunado en una cafetería que estaba en esta calle, a la altura de lo que debía ser el punto más céntrico de la ciudad. Entiéndase por cafetería cubana un espacio de dos por dos metros abierto a la calle y atravesado por un mostrador en el que una persona despacha bocatas, jugos naturales, cervezas y refrescos. En este caso también se preparaban comidas para llevar, pues en la trastienda contaba con una amplia cocina que era atendida por dos cocineras habladoras y simpáticas, que no tardaron en salir cuando me sorprendieron fotografiando el local. Ahora lamento no haberme traído unos retratos de cada una.

San Antonio de Los Baños es un pueblo de casas bajas con un rio de aguas turbias y unas calles dispuestas como una tableta de chocolate en el que la calle más ancha y mejor asfaltada es la principal, y en la que se van intercalando una plaza o un jardín cada cuatro o cinco manzanas. Por donde entré, procedente de la Habana, la primera plaza está después de las primeras casas y al comienzo de la calle principal. Es una plaza arbolada, junto al río, donde la gente se detiene a charlar o a conectarse al mundo porque es una zona wifi

También frente a la cafetería cubana en la que desayuné hay una plaza, pequeña, como un solar en el que edificar una casa, y en ella, arrimada al fondo está la Cafetería Colorama, que extiende por esta plaza su terraza en la que las cinco o seis sombrillas y las sillas y las mesas a las que dan sombra son de hierro y todas, sombrillas,mesas y sillas están clavadas en el cemento, inmovilizadas, y todo, absolutamente todo, está pintado de amarillo huevo y rojo, incluso las palmeras reales que crecen en la misma plaza.

No sé si la Cafetería Colorama es el centro de San Antonio de los Baños, pero yo recalé en su terraza como si lo fuera. Allí me instalé después de andar de arriba a abajo la calle principal y hasta que no me pareció la hora de volverme para La Habana. Si aquello no era el centro se le debería de parecer mucho pues me pareció que allí se se daban cita la gente de las afueras que había venido al pueblo. Allí retraté a un señor que había aparcado en la acera su bicicleta en la que llevaba un atado de verduras, a un caballo que no había dudado en subirse a la acera para comerse la hierba que crecía en la plaza y a un abuelo, de aspecto rudo y entusiasmado con su nieto, a los dos los vi más tarde en bicicleta, me imaginé que volviendo a casa.

La calle la caminé hasta la plaza de la iglesia donde la di por terminada con una bodega y un comercio en las dos últimas casas que hacen esquina. En la de la derecha está la bodega, la Guanábana, que abre de siete de la mañana a seis de la tarde, y en la de la izquierda hay un comercio, el Pto. Comercio “Taller Integral”, donde me dieron la primera noticia del viejecito que vendía Cola Loca.

A media distancia entre el rio y la iglesia, es decir hacia la mitad de la calle, está, justo después del Mercado Ideal, el jardín con la estatua de Martí, en el que hoy, día de fiesta actúa un grupo musical y han extendido dos o tres artesanos los productos que fabrican. Porque hoy, me decía una mujer que vendía floreros, bizcochos y llaveros de silicona plastificada, es la Fiesta de la Cultura Nacional y por eso estamos nosotros aquí. A esta mujer la fotografié varias veces, en la última había abandonado su tenderete para ponerse a bailar al ritmo del grupo que tocaba a la sombra del jardín. Un grupo en el que había tres mujeres vocalistas de voz oscura y potente, una cuarta que tocaba el violín y tres hombres repartidos en la batería, la guitarra y el bajo, junto a un señor mucho mayor que, sentado al margen, rascaba algo marcando el ritmo.

En el Jardín con la estatua de Martí ya se escuchaba música desde primera hora en que había llegado el técnico para montar el equipo del concierto. Me sorprendió la música, porque es la misma que le ponen a mis nietos más pequeños sus padres en el coche. Cuando llegué había gente en los jardines de la plaza, pero sobre todo la había en el Mercado Ideal, que está al borde de los jardines, en la esquina de la calle. Metí la cabeza pero no pude ver mucho, dentro la gente se organizaba en tres colas, la de los huevos, la de la harina y la de las otras cosas, que no supe cuales eran por haber demasiada gente ante el mostrador.

El Mercado Ideal, sin duda era hoy el centro de San Antonio de los Baños, allí estaba todo el mundo saludándose, celebrando la oportunidad de volver a encontrarse, conversando sobre las últimas noticias, cada uno con los huevos de las cartillas de la familia, con la harina y los otros productos que hoy, dada la concurrencia, debía de ser el primer día en que se ponían a la venta. Pero lo que más me llamó la atención de aquella concentración de gente, fue el viejo que estaba en la esquina, junto a la puerta de la harina, que desde su silla de ruedas se esforzaba en ofrecer las bolsas de plástico para llevar la compra. No dan bolsas en los establecimientos, ese es un negocio de particulares, y no se venden muchas porque son muy caras. Ayer, en el mercado de San Rafael yo las compré a dos pesos cada una. Esta mañana, por dos pesos me comí, en la terraza de la Cafetería Colorama, un bocata de queso. Por dos pesos! El precio de una bolsa de plástico en la que malamente cabrían un par de zapatos.

Cuba es un país para viejos. Lo digo por los que hay, que son muchos. Le ocurre como a Galicia, también tiene un problema de natalidad. Y si hay viejos hay dependientes y sillas de ruedas. Y en eso, en los dos países lo tienen fastidiado los inválidos. Pero en Cuba más. Hoy vi a otro hombre en una vieja silla de ruedas moviéndose por la calle principal de San Antonio de los Baños. Qué fortaleza mental para no desistir ante tanto impedimento.

Volví de San Antonio sobre la una de la tarde y lo hice por el camino por donde había ido, por una carretera que atraviesa los últimos espacios habaneros dedicados a centros universitarios y a cuarteles militares. Cerca de uno de estos últimos la carretera sin previo aviso se amplía hasta hacerse, durante un par de kilómetros, de tres o cuatro carriles en cada dirección. Yo, que iba despistado, le pregunto al hombre que me hace de taxista, ¿No nos habremos metido en un aeropuerto? Esto parece una pista de aterrizaje. Y para mi sorpresa, me responde, lo es; pero solo en caso de guerra. Y me acordé que en el interior de Angola, en Kuemba, un pueblo que está a 12 horas de Kuito, se entra en la población por la pista de un aeropuerto; pero allí sales de dudas al tropezarte con un avión justo cuando empiezan las casas. Está allí desde que lo derribaron en algún momento de su larga guerra.

Acompañé a Nuestro Hombre en La Habana a comer en Los Primos, un restaurante cubano que hay en la calle J y donde solemos comer por 2 ó 3 dólares cada uno. La sobremesa fue en el Hotel Nacional hasta que a media tarde me pasé por el kiosquito que está pegado a Copelia a tomarme uno de sus deliciosos helados de vainilla. Después me fui a casa a tirarme bajo el aire acondicionado a leer un poco de Philip Kerr, tengo tan mala memoria que ya no se la que he leído o tengo sin leer de la serie Berlín Noir. Me quedo dormido. Al despertarme decido volver hasta el Hotel Nacional, el histórico, a ver como se oscurece el mar. Pero me lio tanto que cuando salgo de casa ya es de noche. En el Nacional me siento en la mesa más alejada del Hotel, una que asoma sobre el Malecón, a donde llega la brisa del mar. Pido una gaseosa de Ciego Montero y me dicen que no, que solo tienen sprite. Muy bien le digo, y me lo sirven con mucho hielo por 3,50 dólares. Abro el móvil y retomo la última de Eduardo Mendoza, El Rey recibe, en la página 260 de la pantalla.

Para mi sorpresa me localiza en tan exquisito ambiente Nuestro Hombre en La Habana y me propone cenar una ensalada mixta con arroz moro, le digo que le acompaño y me tomo unos camarones rebosados (tengo que preguntarles si lo tienen mal escrito, porque los camarones vienen rebozados pero les acompaña una salsa, para mojarlos en ella, que rebosa el pequeño cuenco en que la traen y los camarones están más ricos cuando hacen rebosar la salsa. Jo! Que idiotez).
Y como siempre, cena y a la cama. Que el cuerpo no da para más. Y me imagino que vosotros, si habéis aguantado este rollo hasta aquí, tampoco.


































