
Hoy me despedí de La Habana. Me vuelvo a casa por una temporada. No he hecho gran cosa durante estos veintitantos días, pasear, leer, hablar con la gente de la calle y realizar el desayuno, la comida y la cena de cada día con el goce de un acontecimiento. Pues uno ya anda en ese tiempo en el que disfruta de esas cosas que no sobresalen de lo común.

No busco nada, carezco de pretensión alguna cuando me detengo a hablar en la calle con el hombre que fuma un puro sentado en una banqueta a la puerta de su casa, o con la frutera, o con la que vende flores o con el que repara los muelles de los colchones. A veces, entre esta gente encuentro el ingenio, la sabiduría y hasta la grandeza, que solo en escasísimas ocasiones hallé en esas personas que protagonizan la mayor parte de las noticias de cada día, como políticos, empresarios y líderes sociales en general, con los que, por cuestiones de trabajo, he tenido que codearme en tantas ocasiones durante muchos años.

Y cuando como, ya sea en el chigre de S. Rafael o en el Biky de la Avenida Infanta, no busco que ese placer movilice mis sentidos y active mi pensamiento, como dicen los cocineros de prestigio mundial que causa la comida. Comer un pan ligero relleno de una transparente loncha de jamón cocido en La Casa de Los Batidos o a la puerta del Hospital “”General Calixto García, no es que estimule todos mis sentidos, pero me carga de optimismo como puede hacerlo una buena nécora en la cantina de A Lanzada, al pie de las soledades del mar y teniendo enfrente a la frenética Nueva York, Atlántico por medio.

Hoy dediqué la última mañana de este viaje a La Habana, a pasear por el barrio -que aquí llaman municipio- de Playa. Visité una de esas casas de la gente adinerada de antes de La Revolución que han dado carácter al barrio de anchas avenidas y propiedades ajardinadas, algunas como palacios.

Tras La Revolución, el Estado pasó a ser propietario de todas las viviendas de cuba cediéndoles el usufructo a los que las venían ocupando, fuesen propietarios o arrendadores. Los que abandonaron el país perdieron, además de la propiedad, ese privilegio. Hace unos años el Estado decidió reconocer la propiedad de esas viviendas a los que las estuvieran habitando en ese momento. Una propiedad que se puede vender o alquilar, pero no tener vacía. Además, ese permite ya tener en propiedad dos casas por persona siempre que una esté en la ciudad y otra en el campo o en la playa, según he entendido por lo que me explicaron, pero también pudiera ser de otra manera

La casa que visité esa mañana acogió al matrimonio que la construyó hasta el final de sus días, pero no teniendo herederos, al menos en el país, pasó a ser usufructuada por el personal de servicio que les sobrevivió y que había vivido con ellos desde antes de la revolución. A la muerte de estos pasó a uno de sus hijos y después a una de sus hijas, cuyo marido, un profesor universitario, me la enseñó.

No me voy a meter en disquisiciones arquitectónicas, pero diré que se conserva tal cual aunque los muebles han ido disminuyendo con el paso de los años, los jardines algo empobrecidos y el patio trasero abandonado. La casa estuvo alquilada hasta hace poco y ahora vacía se intenta colgar en Airbnb, plataforma turística que también ha llegado a Cuba. La vivienda está sin vida, demasiado vacía, pero todavía se puede suponerver, en algunos detalles, el alto nivel de vida del matrimonio que la disfrutó.

El resto del día fue una paseo, un descanso de vez en cuando en el banco de uno de los parques de El Vedado, en la cafetería refrigerada de un hotel y una comida en el Biky.

Tres horas antes de la hora de embarque vino el coche, con el que había acordado el viaje, para llevarme al aeropuerto. Me encontró en la puerta vestido y calzado para otro clima y embutidos en la mochila, junto al ordenador y los papeles, un jersey grueso y una camiseta contra el frio que me pondré ya en el avión.

Le dediqué una última mirada a La Habana desde el taxi y me pareció más empobrecida y abandonada que hace treinta días. le dije adiós sin melancolía, sin pizca de tristeza, convencido que pronto estaría de vuelta porque todavía me falta muchas cosas por ver, muchas sensaciones que disfrutar pues sospecho que mi capacidad de asombro para La Habana está todavía casi vacía.

Los vuelos bien. En el de La Habana a Madrid dormí todo el viaje. Por primera vez me tomé una pastilla para relajarme, la que se toma mi mujer para empezar el día, y dormí como un lirón, que es como decía mi padre que había dormido cuando lo había hecho de manera profunda, continua y reparadora. El vuelo interior bailando como de costumbre. Y en casa bien, como ayer.

































