
Día de piscina y siesta. Cansancio permanente. La piscina del Habana Libre es como un charco de agua limpia en la que unos pocos de los afortunados decidimos librarnos del pegajoso calor de La Habana. No fuimos nunca más de veinte personas las que estuvimos en la amplia terraza de la primera planta. Allí donde el mural en azules de Amelia Peláez hace fachada del hotel que fue de los Hilton.

Desde que me levanté sabía donde iba a pasar el día, en el Hotel Habana Libre. Es mi penúltimo día en La Habana y decidí permanecer fuera de juego todo el día. Me desperté sintiendo el cansancio acumulado de haber estado más de veinte días callejeando y decidí ponerme a remojo.

Podía haber elegido la salvaje piscina del Copacabana, en la que el algua la renueva el mar con cada ola; pero me dio pereza. El Habana Libre me queda a menos de mil metros de casa y tiene una cafetería exterior en la que me gusta estar. Es amplia y hace esquina sobrevolando el cruce de la 23 con la L, la esquina opuesta a los jardines de Copelia, donde José Martí, como un abuelo, nos observa con una mirada benevolente.

Desayuno en una cafetería, donde un joven está disfrutando del primer café de la mañana. Me llama la atención de que lleve ya unos pantalones rotos conforme a la última moda. Cuba no está aislada, está bloqueada. Pasé el verano del 69 en París (siempre llego tarde a las citas importantes) la ciudad estaba desierta en agosto y hacía un calor insoportable. Conté el dinero que tenía y fui a bañarme en una de las piscinas flotantes que entonces había en el Sena, a la altura de Tullerías. Todos los hombres llevaban unos bañadores minúsculos, de espuma, como los de los nadadores, y yo llevaba un puritano meiba, como un pantalón corto, que era de los de uso común en España. No fui capaz de ponerme el traje de baño. Mi complejo de español, de la España de Franco en Francia, no podía con aquellos calzones tan largos y flojos. Me hubiera ahogado. España no estaba bloqueada estábamos aislados, el nacional catolicismo nos tenía fuera del mundo.

La cafetería es un cuchitril, como el 99% de las de La Habana; pero no es de las pequeñas pues ofrece un estante que recorre una parte de sus paredes donde poner el café o la bebida. Está muy limpia, espantan la cutrería con un mantel y tienen bandejas para los servicios e incluso te sirven lo pedido en unos platos. Buscan el juego de los colores intentando un efecto agradable. Pido lo mío, un bocata de jamón y un jugo natural

Después del desayuno me doy un paseo por las calles de alrededor pero subiendo hacia el Vedado, acercándome a mi destino: el Hotel Habana Libre. Ahí la pereza ya se había hecho conmigo y no me soltó ni al llegar la noche. Mañana será otro día, víspera de mi viaje de vuelta.
















