Un huerto urbano en La Habana. 22 de octubre de 2018

Leí una vez en una agenda, de esas que se regalaban antiguamente en Navidad, un proverbio chino que decía, “El hombre que solo habla de comida tiene poco que decir”.  Lo decía en chino, con mayor delicadeza y con algo de floritura; pero mi memoria que es vulgar y corta, lo archiva siempre todo traducido al román paladino y sale así. Y desde entonces me pongo en guardia cuando me tropiezo con alguien que está hablando de restaurantes y comidas.  

Leí una vez en una agenda, de esas que se regalaban antiguamente en Navidad, un proverbio chino que decía, “El hombre que solo habla de comida tiene poco que decir”.  Lo decía en chino, con mayor delicadeza y con algo de floritura; pero mi memoria que es vulgar y corta, lo archiva siempre todo traducido al román paladino y sale así. Y desde entonces me pongo en guardia cuando me tropiezo con alguien que está hablando de restaurantes y comidas.  

Y por una de esas jugadas de la mente, no siempre fáciles de seguir, me acordé del proverbio cuando pasé junto al huerto que está al lado de mi casa, en Espada, entre San Miguel y San Martín. (Aquí las calles son largas, pueden tener 1.500 casas y conviene acotar así las direcciones).  Y pensé en hablaros de él porque me llamó la atención encontrármelo en uno de los lugares de La Habana más alejados del campo.  Y La Habana no es pequeña, dicen que tiene dos millones y medio de habitantes, aunque no se noten porque las casas son bajas, no hay tráfico y en gran parte de la ciudad abundan las calles arboladas y los pequeños parques de una manzana.

El huerto, propiedad del Estado, ocupa un espacio que es fácil suponer que en el proyecto de construcción de la manzana, dos casas rusas de veinte pisos cada una, figuraba como jardín, como las otras tres parcelas que rodean los edificios.  De las cuatro solamente dos, las más pequeñas, son en la actualidad lugares de descanso, no me atrevo a llamarles jardines.  La otra es un aparcamiento público también propiedad del estado, muy demandado porque en La Habana nadie deja nada en la calle por miedo a que se lo roben.  Muy llamativa la alarma con la que viven los cubanos por los robos, con rejas hasta en los balcones de un tercer piso.

Los productos que se cultivan en este espacio se venden al público en un tenderete que se han montado en uno de sus extremos, en donde comparten espacio con un despacho de jugos y una carnicería, de la que siempre hay algún gato langreando.  Hoy no había nadie en la tienda, nada más que los tres trabajadores que se hacen cargo del negocio.  Uno cavaba el huerto, otro rayaba coco y el tercero estaba en la tienda, me imagino que para despachar.  Como no había clientes le pregunté, al que estaba para atender al público, si podía hacerle fotos a los productos expuestos, de los que todos excepto las frutas eran del huerto, y si no le importaba ir facilitándome sus nombres, que fui apuntando en el movíl.  Plátanos burro verdes, guayabas, papayas, remolachas, piñas, malangas, pepinillos, cebollas, boniato, yuca, calabaza y quimbombo y perdí uno, que por no ser pesado no reclamé. Le hice las fotos y nos quedamos hablando.  No vendían patatas, no sé por qué, que además a él no le gustaban y le daban mucha acidez. Además, me dijo, que mejor que las papas, como le llaman, era la yuca. Y recalcó su atractivo diciéndome, “no hay fiesta de Fin de Año sin yuca, chicharrones y mojitos.  ¿Verdad?”Le gritó al conductor de una bicitaxi que esperaba en la acera a que le contratara alguna ama de casa que hubiera cargado demasiado la bolsa de la compra. “No hay Fin de Año, sin yuca, puerco y ron”  le corrigió el taxista y los dos rieron la respuesta.

Dejado el huerto, y después de pasar, para conectarme a internet, por la plaza cercana, donde había medio centenar de mujeres haciendo gimnasia, me fui al Biky a tomarme unos huevos fritos de desayuno y un jugo de frutabomba, que es rojo y espeso.  Allí me tiré un tiempo hasta que la mañana iba mediada y después me fui a dar un paseo, a cambiar dinero en CUC y pesos y a sentarme en la cafetería exterior del Habana Libre a leer algo.     Prolongué la lectura hasta el mediodía porque estaba cansado de pasar calor.  Mi plan era comer algo, volver a casa tumbarme un poco y después largarme al Chaplin a ver un documental, que Nuestro Hombre en La Habana se había empeñado que tenía que ver. Y lo hice. 

Fue largo el paseo que me di hasta el Chaplin, contando las calles con las letras del abecedario y con los números pares que atraviesa la 23 me salieron 18 manzanas las que había caminado.  Y total para nada, en el Chaplin habían cambiado la programación, hoy proyectaban una película cubana, “Nido de Mantes”, de la que pasé.  Fue una pena, me diría más tarde nuestro Hombre, el Chaplin es un cine muy grandes como los que existían antes en España, cuando ir a ver una película era la diversión más deseada.

Liberado de encerrarme a ver el documental recomendado, que no me apetecía gran cosa, ni recuerdo el nombre ni que cuestión abordaba, decidí bajar hasta el Malecón y volverme paseando, disfrutando de la brisa del mar que a esas horas ya empezaría a soplar en dirección a tierra.  Bajé por la 10 , en pleno Vedado disfrutando de sus calles arboladas y  de sus casas y sus palacios venidos a menos, y dos calles antes del mar me dirigí al Meliá Cohiba, que sabía que tenía unos servicios decentes.  Cuando te pasas el día en la calle, lo de los cuartos de aseo es un problema serio para los turistas viejos en La Habana.

En el malecón empezaba a caer la tarde, por lo que calculé que antes de alcanzar los jardines del Hotel Nacional sería ya de noche.  No me equivoqué.  Llegué justo a tiempo para cenar con Nuestro Hombre en el Biky, habíamos quedado a las ocho y media.  No habíamos reservado y tuvimos que hacer cola ante la puerta de la calle San Lázaro. 

En el malecón empezaba a caer la tarde, por lo que calculé que antes de alcanzar los jardines del Hotel Nacional sería ya de noche.  No me equivoqué.  Llegué justo a tiempo para cenar con Nuestro Hombre en el Biky, habíamos quedado a las ocho y media.  No habíamos reservado y tuvimos que hacer cola ante la puerta de la calle San Lázaro. 

En las escalinatas de la Universidad habían instalado un escenario y desde el final de la cuesta, donde estábamos, se veían las luces de las grandes pantallas de vídeo con los videoclips del cantante que se escuchaban perfectamente.   Por la calle, cortada al tráfico hasta Infanta, empezaba a subir la gente. Faltaban dos horas; pero algunos ya subían bailando. Un concierto por el que creí que acabaríamos pasando creyendo que la cola sobrepasaría la puerta del Biky.  Pero no, la calle estaba vacía, los asistentes se amontonaban como moscas entorno al escenario.  Ni nos acercamos, el cansancio nos llevó para cama.

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