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Me levanté temprano, estaba el sol empezando a abrirse paso por Cienfuegos. La mujer que me atendía en la casa, la que bailó cuando le dije que aceptaba el cuarto, que no era la dueña que había ido a La Habana a ver a una hermana, se empeñó en que desayunara lo que me había preparado y me resistí, no era capaz de tomar nada a primera hora. No se preocupe, estoy bien y he dormido muy bien. Y mucho mejor cuando se apagó el aire acondicionado que estuvo zumbando hasta la madrugada. Ay,Ay, Ay Cómo no avisó?.

El Paseo del Prado estaba casi vacío a la hora que salí de la casa y quizá por eso, por la soledad, me llamaron la atención las estatuas levantadas en memoria o en homenaje de personas a las que el poder del momento quiso eternizar. Ayer me habían pasado desapercibidas, loco como andaba mirando para todas partes. Hoy me he parado a leer los memoriales, hay hombres y mujeres, pero no recuerdo nada ni a nadie. Ni un solo nombre me ha quedado, ni una sola historia. No sé, a lo mejor porque soy un descreído, por viejo. Y por eso también un desmemoriado de lo reciente.

Nuestros callejeros están repletos de nombres que la gente desconoce y las plazas con estatuas de las que se ignora todo, que sirvieron para enaltecer al que tomaba la decisión. En mi pueblo son muchas las calles en las que se recuerdan a políticos cuya mayor gloria era ser beneficiados del poder de Montero Ríos, que fue presidente del Gobierno y santiagués. Uno de ellos fue Romero Donallo, farmaceútico en la ciudad y gobernador en la provincia en los primeros años del siglo XX. Hace cuarenta años, cuando se daban los últimos toques al cierre definitivo del cementerio de Bonaval, que con el paso del tiempo se convertiría en un parque diseñado por Alvaro Siza, el ayuntamiento dio el último aviso para que los familiares retiraran los restos de los que allí habían sido enterrados advirtiendo que los no reclamados serían trasladados a una fosa común. Y hubo a los que no reclamó nadie. Uno de ellos fue Romero Donallo de cuyos restos se desentendió todo el mundo, incluido el municipio que lo había considerado digno de recordarle con el nombre de una calle.

Eso va pensando uno mientras va disparando la cámara, casi, a cada paso. Que placer amanecer en Cienfuegos. Siempre me ha gustado disfrutar de la calle en las primeras horas. Y hoy en Cienfuegos he disfrutado. Ya sé que es normal, que se disfrute estando en Cienfuegos. Al fin y al cabo cuando esta ciudad empezó a levantarse hace 199 años, la intención de sus creadores era que fuera una ciudad para disfrutar. Era gente ilustrada, conocedores de las nuevas ideas de modernidad, higiene y urbanismo. Lo llamativo para un ciudadano no cubano es encontrarse con una ciudad hecha a la medida de las personas. Esto solo pasa en Cuba, donde las consecuencias del bloqueo no han permitido la especulación urbanística y han dejado el tráfico de automóviles en algo casi extraordinario.

Si, ya sé que eso pasa en otros muchos países; pero aquí hay agua corriente, luz eléctrica, te puedes conectar a internet y la sanidad y la educación funcionan con problemas, pero funcionan.
En Angola, un país que no sufre bloqueo alguno, rico en petróleo y diamantes, y donde la hija del presidente es la mujer más rica de África, yo viví en la capital de una provincia del interior, donde había hospital y universidad. Me gustaba Quito, que conservaba la estructura de ciudad diseñada por los portugueses. Allí no faltaba solo el tráfico de automóviles, faltaba de todo. Pero me gustaba. Un día, habiendo visto el hospital por fuera, al lado del cementerio, pregunté a un europeo qué hacer en caso de enfermedad grave o de accidente. Tratar de llegar lo antes posible a Luanda, en 12 o 20 horas, y de allí volar a Sudáfrica, me dijo.
Cuba da para hablar mucho encontrando razones para estar a favor y en contra, en este momento o imaginando una Cuba sin bloqueo.

Y así andaba yo cuando me encontré con la posibilidad de viajar a El Nicho, una serie de cascadas del rio Hanabanilla. No estaba lejos y de encontrar un taxi compartido con otros turistas podría llegar en una o dos horas.
No es fácil encontrar turistas en estas fechas, incluso en Cienfuegos, y que quieran subir hasta El Nicho todavía más difícil. Pero el taxista consiguió que nos juntáramos para el viaje, un mallorquín, un valenciano, una italiana de Provenza y yo. Al conductor y a los otros pasajeros les doblo la edad, sin exagerar, lo que es una razón para animarme, soy el único que amenaza con dar la paliza.

Cogimos la carretera que cruza la Sierra de Escambray, que lleva a Trinidad, otra ciudad preciosa donde estuve el pasado mes de abril. El Nicho es un paraje que está enclavado en el Parque Natural Tope de Collantes, ya en la provincia de Sancti Spiritus. Al lugar se le conoce como El Nicho, porque es como se le llama a la cascada más importante. El coche nos dejó en una explanada con merendero y caseta donde abonar 10 euros por entrar en un lugar que carece de cercado alguno. Nos dijeron que en un par de horas estaríamos de vuelta y ese fue el plazo que le dimos al conductor para que viniera a recogernos.

Pagada la entrada nos separamos y cada uno recorrió a su gusto el kilómetro y medio que hay hasta el final del recorrido que está a la altura de la cima de la última cascada.
El primer tramo del rio Hanabanilla lleva el agua turbia, sin duda por los desagües del merendero que hay a la entrada y por un restaurante mucho más amplio que hay a un centenar de metros más adentro; pues no hay nada más a aquella altura que pueda causar esa contaminación.
Superado el restaurante el agua es transparente y en las primeras pozas ya hay gente bañándose. Subo sin apenas detenerme hasta lo más alto y unos metros antes me encuentro a unas chicas americanas haciéndose fotos sobre el paisaje de la Sierra de Escambray. Cuarenta o cincuenta kilómetros sin señales de vida humana. Me piden que les haga una foto con su cámara y después me dejan que las fotografíe con la mía.

Desciendo con la intención de bañarme bajo el agua de alguna cascada y lo hago en el pozo más amplio, allí hay más personas, entre ellos mis compañeros de taxi. Noto que la italiana le va más el mallorquín que, además de muy hablador, es futbolista profesional, delgado y alto. Su amigo es todo lo contrario. Me chapuzo, nado un poco y me salgo. En la orilla espero a secarme un poco, no traje toalla. Cuando reanudo el descenso los tres siguen bañándose.

En el merendero que hay a la entrada decido esperar a que llegue la hora pactada con el taxista. No me parece que ninguno de los coches que están aparcados cerca sea el que nos trajo. Pasa ya del mediodía y tengo hambre. Esperando a que el taxista nos lleve a algún lugar donde comer pido tan solo unas rodajas de plátano frito. Cuando llegan mis compañeros de viaje les propongo, dada la hora, que comamos algo en alguno de los chiringuitos que hay en la zona. Les apunto que el merendero donde estuve me parece bueno aunque algo caro. El futbolista me sorprende con un discurso en el que denuncia como escandaloso el que nos cobren más a los turistas que a los cubanos. Le digo que no, que en ningún sitio hacen distenciones entre locales y foráneos. Y me responde que si, que en los sitios para turistas suele ser mucho más caro. Claro, le digo, hay otro servicio y también otra calidad; pero no son exclusivos de turistas, hace ya unos años que todos podemos entrar en todas partes, si los cubanos no entran es porque son más caros. No se queda convencido y propone ir a comer a un restaurante que hay carretera abajo que es para cubanos y en donde se come muy bien, que se lo dijeron unos amigos españoles con los que se acaba de encontrar junto a una de las cascadas.

Llega el taxi y nos vanos al lugar que le habían aconsejado. Allí están sus amigos españoles, dos jubilados vestidos con pantalones pirata de camuflaje y acompañados de dos chicas cubanas jóvenes. Me los presenta, los otros ya se conocen, y hablo con ellos. En cinco minutos los nuevos me dejan horrorizado. No son turistas, son pensionistas españoles que han decidido venirse a vivir a Santiago de Cuba. La pensión de España es baja y se las arreglan para llegar a fin de mes peleándose por cada peso cubano. En España vivirían peor. Aquí el euro les abre puertas, más de las que ellos se van cerrando con su comportamiento.

Comemos en una mesa corrida una comida intragable. Intento sacarme el mal sabor que me deja con un plátano que arranco de una de las piñas que cuelgan de la techumbre. El plátano debe ser un plátano macho, que le dicen, de los de freir. Me salgo de la conversación y observo con detenimiento a las mujeres que acompañan a los jubilados. Una debe de rondar los cuarenta años, me parece que está a gusto e incluso se ríe y escucha, no participa más en las conversaciones que, por otro lado, tampoco las tiene en cuenta. La otra es muy joven. Es posible que no haya cumplido los veinte años, tiene una expresión más que triste, amarga. El jubilado que se sienta a su lado, su pareja, le triplica la edad y no se priva de hablar mal de los cubanos que conoce y de las mujeres con las que está como si fueran pura mercancía. Dejo un dinero sobre la mesa, les digo que necesito andar, me levanto y me voy.

Ya en el coche, regresando, le riño al futbolista por haberme llevado a comer con sus amigos. No son mis amigos, me dice a la defensiva, los conocí ayer noche en una discoteca en Cienfuegos. ¿Pero no te diste cuenta de cómo son? Le pregunto y como no me dice nada le resumo las barbaridades que dijeron en la comida y termino diciéndole que solo una persona tan bruta y primitiva puede estar con una mujer a la que está haciendo sufrir. El futbolista se ríe y me dice: Le importa un rábano y además es lesbiana.

Me bajo a la entrada de Cienfuegos. Me preguntan si me animo a ir a tomar algo por la noche. No, les digo, me marcho mañana temprano. Y me doy cuenta de que no he hablado con ningún taxista que me devuelva a La Habana. Mientras recorro el Paseo del Prado camino de casa, me acuerdo que de aquí, de estas tierras de Cienfuegos, trescientos años antes de que se fundara la ciudad, el día de la Ascensión de 1515 salió San Bartolomé de Las Casas para pronunciar el sermón del arrepentimiento en el que renunció a su encomienda y decidió dedicar su vida a defender a los indios. Lástima no haberme acordado dos horas antes para animarme a hacerles frente a aquellos dos animales.










































