
Estoy en Cienfuegos. A las dos horas quise volverme. A las cuatro estaba encantado. A las siete, sentado junto al mar y con los pies en el agua, pensaba que era un lujo vivir en Cienfuegos. Y, por la noche, cenando, pensé en lo diferente que es el resto de Cuba, que conozco, de La Habana. La Habana es una mezcla de desolación y entusiasmo en cantidades que varían según la zona, y si estás en la Habana Vieja o Centro Habana añádanse unas pizcas de asco, por la suciedad que hay en algunas calles. Solo unas pizcas.
Cienfuegos es una ciudad ordenada y limpia. Las calles están numeradas, las pares se cruzan con las impares en las que están las avenidas. La numeraciones pudiera parecer que le quita encanto. No es lo mismo vivir en la 18 que en Caramoniña o en la Bajada de los Tres Árboles, ¿te acuerdas, Pika? pero ayuda un montón cuando vives con otras 150.000 personas como en Cienfuegos. La ciudad conserva perfectamente las intenciones con que fue creada a principios del siglo XIX por unos cultos colonos franceses bajo La Corona de España. Es una ciudad afrancesada, fruto de la Ilustración

Si hay que buscarle un pecado a Cienfuegos, no hay que investigar mucho, es el común a toda Cuba, la falta de depuradoras urbanas. Su bahía es un asco, no llega al extremo de la de La Habana, de la que se dice que es la más contaminada del mundo, pero esta no está para bañarse. Aunque metí los pies en el agua y, desnudo de cintura para arriba, me refresqué. Un par de horas antes, el responsable de una flota de quince catamaranes, por los que anduve enredando, me aseguraba que el agua de la bahía estaba limpia. No le creí pero cuando el calor me estaba matando me aferré a sus palabras para quitarle hierro a lo que sabía de lo contaminada que estaba el agua.

Anduve por la playa del Yach Club, por el Club Cienfuegos y la Marina Puerto Sol donde tres empresas, creo que todas alemanas, alquilan una treintena de barcos de vela a los turistas que quieren pasarse unos días navegando por estas aguas. Venía con el encargo de alquilar uno para unos de Pontevedra que quieren tirarse siete días de enero por los cayos de por aquí. Huy! Todo el mundo quiere enero y febrero, me dijo el único hombre que trabajaba allí, además del vigilante de la puerta y los tres de la cafetería. En enero hace frío en Europa y los rusos los alquilan todos Y empieza a hablarme de los barcos por su nombre y después de seis o siete que en esa fecha ya estaban alquilados comenzó con los que estaban libres. El Dominó, para 8 pasajeros queda libre el 14; el Victoria, el 14, también, pero es para 12 personas; el Perla, el Perla está libre y es para 8 también… Me hizo la lista, me dio los precios y me dijo que me diera prisa a reservarlo y pagar la reserva, que si no pagaba la reserva no valía.

La Marina está al final de el malecón, que aquí no es más una balaustrada gruesa por la orilla del mar. Nada que ver con el rompeolas que es el Malecón de La Habana. El paseo hasta la marina se alarga durante dos kilómetros y medio que hice en una mototaxi, que aquí son colectivos para seis personas, pero que la cogí para mi solo por un dólar.

Es un lujo vivir en esa zona tan cerquita del mar, pensé en las costas de España y quién podría pagarse vivir en la ribera. El hombre que me atendió en la marina vive en una de esas casas. Mi mujer, mi hija y yo, hacemos la vida en la terraza con el mar delante. Sí que es un placer para nosotros. Bueno nosotros amamos el mar, los tres practicamos el submarinismo.

A la vuelta me vine andando y haciendo fotos a las casas, las tres más antiguas y mejores que, me imagino, fueron edificadas por cienfueguinos para veranear. Pues entonces, principios del s.XX, con alejarse un par de kilómetros de la ciudad era suficiente, digo yo. Varias familias de Santiago tenían casa en O Milladoiro, a 5 km para pasar en ellas el verano. De las tres de Cienfuegos, una es el Club que se ve como un palacio desde la marina, un club con cafetería en la amplia terraza superior, restaurante a nivel del mar, dos canchas de tenis y una piscina a la que se accede pagando 3 dólares.

La segunda es un hotel, el Hotel Azul, tiene una cafetería, pero a la que no vale la pena ir porque las vistas al mar se las tapa una casa de construcción posterior que le han edificado a tan solo unos metros.

Y la tercera es una casa colonial de dos plantas, pintada de amarillo, propiedad de una conocidísima mujer de televisión, hoy ya mayor, que ha dado vida a unos muñecos muy famosos en Cuba, de los que no me acuerdo de su nombre.

Cienfuegos me sorprendió desde el primer momento. No me la esperaba así, creí que me encontraría con edificios altos de la primera mitad del siglo pasado, como imaginé que habría en todas las ciudades. Creí que el Cienfuegos reconocido y protegido por la Unesco estaría superado por la especulación del siglo XX. Me equivoqué totalmente. O la Revolución rompió con la especulación que ya había echado a andar en La Habana o es la genética de los cienfueguinos que les hace amar una ciudad que fue construida racional y elegante con la intención de disfrutarla. El taxista me dejó junto a la estatua de Beni Moret, en el mismísimo centro de la ciudad, hacia la mitad del Paseo Del Prado, donde todas las viviendas de ambos lados del paseo, son viviendas de bajo y una planta, de fachadas neoclásicas.

Nada más bajarme del taxi compartido que me había traído desde La Habana me fui a hacerle una foto a Beni Moret que era natural de esta ciudad, a la que amaba, y que cantaba, una canción que se llama Cienfuegos y que les llega al alma a todos los Cubanos y más allá a los Cienfuegueros. Le hice las fotos al Moret de bronce paseando con el bastón bajo el brazo por el medio del Paseo Del Prado, y al darme la vuelta me tropecé con la concurrida Avenida que lleva al Parque José Martí. Una calle rebosante de gente y de comercios, que le dan un aire de ajetreo urbano que rompía mi primera impresión . Hay vidilla y actividad comercial, comparado con el aire de La Habana esto parece la 5ª Avenida neoyorquina.

Alcancé el Parque José Martí, antigua Plaza de Armas, disparando a todas partes pues quería captar esa impresión que a lo largo de la Avenida me había ido afianzando. Hacía un calor de muerte por lo que no me atreví a cruzar al parque al que intenté bordear aprovechando las sombras de los edificios. Pero era mediodía y las sombras eran estrechas y escasas, y al pasar por delante de la catedral que tenía las puertas abiertas me resultó irresistible no entrar. Yo creo que me absorbió. La nave central estaba silenciosa, solo una mujer pasaba la fregona por el enlosado que antecede a la bancada. A mi paso por el umbral sonó un doble pitido como una alarma que me hizo retroceder, pero como la mujer siguió a lo suyo desatendiendo la pitada, volví a entrar. La alarma sonó de nuevo y la mujer levantó la cabeza y yo le dije, lamentando haberla interrumpido: lo siento, fui yo. Y entonces me volvió a mirar como si le hubiera hablado en un idioma que desconocía. Fui yo, no sabía que había alarma, le dije pronunciando con claridad mis palabras ¿Alarma?, eso son los niños, me dijo y siguió pasando la fregona. Miré al exterior y había como un colegio entero, acaban de salir de clase, a la sombra de los árboles del parque, al otro lado de la calle. Le hice una foto a la nave central y me salí, no fui capaz de encontrar otra para hacer. Sin embargo, a la salida si. Junto a una de las columnas que sostiene la fachada, un feligrés de la yoruba, había dejado sus ofrendas.

No he visto ningún rastro más de esa religión afrocubana, ni una muñeca negra, ni un san lázaro, ni una cabeza de cerdo, ni un indio americano con su larga diadema de plumas, ni siquiera a una persona enteramente de blanco que tanto se ven por las calles de La Habana.

A la salida de la catedral seguía el sol abrasándolo todo, así que me limité a fotografiar desde allí el colegio de de secundaria de San Lázaro y Santo tomas y el elegante Teatro Terry del que me quedé sin conocer la rica decoración de su interior realizada con paneles de oro porque estaba cerrado por obras. Una razón más para volver a Cienfuegos.

Abandonada la idea, por el calor, de entrar en el Parque José Martí me dedique a buscar donde dormir para irme a comer tranquilo sabiendo que podría después darme una ducha y, a lo mejor, dormir una siesta mientras el calor siguiera apretando. Deseché una casa porque tenía una inmensa jaula de periquitos y tuve la sensación de que me entraba directamente al pulmón aquel olor arrastrando toda clase de gérmenes que acabarían por provocarme un ataque de asma que, inevitablemente, sería en la mitad de la noche. También rechacé un restaurante al que me llevó un servicial buscaclientes, había que llamar a la puerta que tenían cerrada para que no entrara el calor, no tenía una ventana y el color rojo lo dominaba todo. Salí por piernas, me pareció la entrada al infierno.

Acabé en una casa de comidas, en la que una chica jovencita y rubia me atendió con gran amabilidad y donde me comí un escuálido pescado a la plancha empapado en aceite, un puñado de arroz moro y algunos vegetales. De postre solo había queso con dulce de mango. Lo pedí, pero con todo el dulce no pude.


Después de comer me quedé en la `primera casa que visité casi enfrente de la estatua de Moret. Era amplia, tenía aire acondicionado, en la negociación me incluyeron en el precio el desayuno, que nunca tomo, y había internet. Tras la negociación le dije a la mujer que me atendió que me iba a dar una vuelta, tenía intención de mirar algo más, pero una vez en la calle, recapacité y volví a entrar. Me la quedo, le dije. Que bien, que bien, empezó a gritar la mujer que sin dejar de bailar me dijo, no teníamos a nadie.

Cené donde menos me lo esperaba, en un restaurante que hay unos cuatrocientos metros más allá de la casa, en dirección al malecón. Había pasado por allí y habiéndome detenido en la puerta un hombre que iba con dos chicas de las que pensé que la rubia sería su nieta, se dirigió a mi en un idioma desconocido que di por Alemán. No hablo inglés, le dije adelantándome a su alternativa, y tampoco alemán. Ah! No habla inglés, pero habla español, me dijo en un castellano con un acento raro. Si, me defiendo, le dije. ¿Es usted alemán? me preguntó. No, no, no soy alemán. Ah! Creí entenderle. Ya, le dije sin darle más confusas explicaciones. Pues si está dudando en entrar, decídase por hacerlo. Me aconsejó, aquí se come muy bien y a un buen precio. Y sin decirle yo nada, enseguida me explicó que él era canadiense y que vivía en Cienfuegos, que era una ciudad muy cómoda, muy tranquila y muy segura. Que se había casado y cogiéndo a la chica mulata de la mano me la presentó diciéndome esta es mi esposa. Me quedé desconcertado y mirando a la que creí que era su nieta me dijo, y esa es su amiga. Me despedí como pude y como me pareció una expresión seria y triste la de la mujer que estaba casada con el canadiense, me marché tatareando “me casé con un viejo por la moneda, la moneda se acaba y el viejo queda” que cantaba Doña Marina muerta de risa.

Sin embargo, volví por el local a cenar, no sin miedo a que la comida que dieran allí me afectara de tal manera que pudiera caer bajo el embrujo de una pobre niña cubana que se decidiera a seducirme con la esperanza de enviudar pronto. Ay! Decía un italiano que andaba en esas en Guanabo, en La Habana del Este: Ella está esperando por mi pensión y yo disfruto de su juventud. No se da cuenta que vale mucho más lo que me da ella.
Cené bien, muy bien. Una ensalada y unos camarones al ajillo. De postre solo tenían flan. Y me lo comí, que remedio. Después me fui a dormir arrullado por el ronquido del aire acondicionado del vecino.































































