
Esta mañana cuando ya me había detenido en la cafetería del Hotel Habana Libre, un viejo vino a hacerme señas desde la cristalera para que saliera a comprarle el diario Juventud Rebelde. Salí a comprárselo y cuando regresaba a mi mesa salía el encargado de la cafetería con la intención de echar al viejo del recinto del hotel, pero ya había desparecido. Ya en mi mesa, le di un sorbo al jugo de guayaba que acababan de servirme y me puse a leer el diario.
La portada me echó para atrás. Un dibujo malísimo de un Che irreconocible a tres columnas y un texto a dos que empezaba diciendo “cada 8 de octubre renace el hombre de luz ardiente en la palabra…” Me pasé a la última página de la que escapé de un chiste sin gracia. ¿Qué tal te fue en la aduana en el aeropuerto? Bien! Me quitaron más en mi divorcio con la separación de bienes. Y de delante a atrás fui saltando de titular en titular hasta que me detuve en el que decía: “Play boy y embajador”. Y ahí me detuve.

El historiador Ciro Bianchi, de buena reputación en Cuba, firma la página que, para mi sorpresa, dedica a Porfirio Rubirosa justificándose en que fue el último embajador de Rafael Leónidas Trujillo en Cuba.
Porfirio Rubirosa estaba dormido en mi memoria y no lo habría vuelto a recordar si no me lo hubiese encontrado esta mañana en estas páginas de Juventud Rebelde, en donde se le describe como un hombre refinado y elegante, además de un gran atleta y, sobre todo, un seductor. Yo tenía en mis recuerdos haber escuchado hablar de él posiblemente cuando su muerte, en 1965, pues de antes poca memoria tengo. En la España de entonces se le tenía por un hombre moderno, elegante y atractivo sin relacionarlo con las actividades criminales de su gobierno en el que estaba decididamente implicado. Comprensible en aquella España donde no se despreciaba la feroz dictadura de Trujillo, aceptada, como la nuestra y la de Batista en Cuba, por los gobiernos del mundo occidentalizado temerosos del comunismo.

Pero hoy, en Cuba y en el periódico Juventud Rebelde me sorprendió que en este artículo, Ciro Bianchi no se detenga en el lado oscuro del personaje pues solo cuenta una anécdota que le relaciona el siniestro gobierno al que representaba en la isla. Cuenta Ciro Bianchi que la noche del primero de enero de 1959, con las tropas de Fidel entrando en La Habana, Porfirio Rubirosa tocó a la puerta de su vecino, un alto funcionario del Ministerio de Hacienda, solicitándole que le ayudara a conseguir una avioneta que volara con destino a la ciudad de Miami, para sacar con urgencia de La Habana al siniestro coronel Johnny Abbes García, Jefe de la Inteligencia dominicana y a dos sujetos que le acompañaban, un yugoslavo y un chino, expertos en unas armas que recientemente le habían vendido a Batista. Pero Abbes y el yugoslavo tenían visa para Estados Unidos, pero no así el asiático lo que podía traer problemas a la llegada al territorio norteamericano. Hay dos versiones de lo sucedido, cuenta Bianchi, una habla de que el coronel de la inteligencia dominicana y el yugoslavo solucionaron el problema tirando al chino en medio del estrecho de La Florida. La otra versión asegura que el chino no se subió a la avioneta y que fue detenido y juzgado en La Habana y que pasó su prisión dando clases de alemán.

El artículo destila cierta admiración por el personaje, quien en su tiempo se hizo famoso como un playboy de legendarias proezas sexuales y miembro de la alta sociedad internacional. Casado tres veces, una con la hija de Trujillo y las otras con dos de las mujeres más ricas del mundo. Fue todo un personaje en la mitad del siglo XX que, además de a este historiador cubano, cautivó a Ian Fleming que se inspiró en él para crear a James Bond y deslumbró a Vargas Llosa, a quién Bianchi en este artículo reconoce como un gran escritor, y tampoco lo ignoró Truman Capote, que en su último libro habla del del “descomunal tamaño del pene de Rubirosa”.
Confieso que cuando acabé el artículo de Ciro Bianchi me entraron ganas de bajarme la biografía de Rubirosa escrita por Jeremy Scott.
Porfirio Rubirosa murió el 5 de junio de 1965 al estrellar su Ferrari contra los árboles del Bosque de Bolonia de París, después de haber celebrado durante toda la noche su victoria en el campeonato de polo de la Copa de Francia. Se dijo que su coche había sido manipulado con el fin de evitar su relación con Pat Kennedy, la hermana del presidente de EE.UU. Tenía 56 años, no dejó hijos. Era estéril.

Hoy me levanté temprano, sobre las siete. Lavé algunas piezas de ropa y salí a la plaza que me queda cerca a conectarme a internet. Estaba casi vacía, es domingo. Pero me sorprendió la cola de gente delante de la caseta de Etecsa, la compañía cubana de telecomunicaciones, para comprar tarjetas de internet o recargar el móvil. Había más gente delante de la caseta que en el resto de la plaza.

Cuando acabé de leer mis correos y whatsapps me di un paseo disfrutando de una Habana sin gente buscando de paso un lugar donde desayunar algo. Tardé en encontrarlo y más porque me entretuve con algunas fotos. Me detuve delante de dos casas contiguas en las que sus fachadas tenían el mismo dibujo, pero con colores diferentes. Me imaginé que un propietario había intentado emular al otro, pero se había retraído a la hora de elegir los colores.

Tras hacer la foto una mujer, que estaba sentada enfrente, en uno de los bancos del parque, me hizo un gesto con el que entendí que quería saber por qué había hecho la foto. Le mentí: me gustó el color, le dije. Si, ¿verdad? La pintó mi marido, me dijo. Y sin pausa siguió hablando: ¿Y usted de dónde es? Soy español. Ah! Como nosotros. ¿Y de qué parte es? El padre de mi marido es de Xinzo de Limia. ¿Sabe dónde está? Pues nosotros vivimos en Murcia, pero desde que se jubiló mi marido volvemos mucho a La Habana, porque los dos nacimos aquí. En esa casa nació mi marido. Aquí estamos solos porque nuestra hija está casada en Madrid y el hijo vive en Alemania. Ah! , dijo cogiendo una tacita con café que tenía a su lado, ¿Quiere tomar un café? No gracias, le dije. Y en eso salió el marido que después de hablar de su trabajo en Murcia de lo buena que era la Seguridad Social y las Pensiones, aunque por un poco Rajoy acaba con todo, me señaló las cámaras de vigilancia que rodean el parque. Aquí puede usted estar tranquilo, que como pase algo, al instante se presentan aquí los guardias. Y ahí los dejé a los dos sentados en el banco y me fui pensando que es lo que había hecho yo delante de aquellas cámaras que nos vigilaban.

Recorrí toda la calle Espada hasta la San Lázaro, y justo antes de llegar al final hay un horno en el que entré por si había algo más que pan; pero no. Tuve que seguir buscando donde tomarme algo. Así acabé en el Bodegón de Theodoro. Un antro viejo y lúgubre que conocía de haber pasado por delante cuando en abril vivía casi enfrente, en la última casa de la misma calle San Lorenzo. Ahora, cuestión de márqueting, habían puesto en la puerta, como reclamo, a un negro gordito con uniforme de cocinero, gorro incluido, haciendo bocadillos de lechón. Sin pensarlo le pedí uno y me arrepentí cuando, ya metida la carne en el pan, empezó a rociarla con un líquido turbio en el que nadaban unas hierbas dentro de una botella de varios usos. No me atreví a preguntar y me comí el bocata con cierto recelo. Para ayudar le pedí un botellín de agua al de la barra, un hombre mal encarado que parecía estar al margen del negocio.

El Theodoro es un bar muy antiguo con mesas de madera como pupitres, con poca luz y con dos cuadros grandes. De los dos me llamó la atención el más pequeño, abstracto, con el tema descuartizado, con una buena combinación de colores y la pincelada segura. Pero estando allí llegó un grupo de turistas canadienses acompañados por una guía que sin hacer caso del cocinero que preparaba bocadillos de lechón, ni del hombre de la barra, ni de la vieja que descubrí sentada detrás del cocinero, ni del cuadro que a mi más me gustó, y se fueron directamente a situarse delante del otro cuadro del que la guía les dio unas explicaciones que no pude oir. No tardaron ni cinco minutos en entrar y salir y ni siquiera le hicieron una foto.

Cuando se fueron la anciana que estaba sentada en una silla baja empezó a dar voces y estuvo así hasta que acabé mi pan con lechón. Mientras lo hacía entraron una mujer y un hombre que se acodaron en la barra y pidieron algo que todavía estaban consumiendo cuando yo me fui.

Y del Bodegón de Theodoro me fui al Hotel Habana Libre que sigue siendo un buen lugar para instalar mi oficina y en ella leer un poco, hacer unas notas y tomarme algo para evitar quedarme deshidratado con este calor. Y además, sus paredes son todo cristal que se abren justo en la esquina de la 23 con la L, frente al cine Yara. Un cruce de calles con mucho tráfico de coches y gente, con mucha vida de centro de ciudad, donde todo el mundo va camino de alguna parte.

Como era domingo convencí a Nuestro Hombre en La Habana para que comiéramos en un lugar diferente. Le propuse el Castropol. Vamos andando que llegamos en un salto, le dije. Nos llevó una media hora larga. Lo recordaba hacia la mitad del Malecón y resultó que estaba cerca del final, de la bocana de la bahía. En el camino hice fotos a los pescadores del Malecón, a alguna pareja y algún grupo de chiscos y chicas. También a un joven tatuado, al que una peluquera, juraría que aficionada, le estaba tiñendo un mechón de pelo. A su lado una chica con la cara cruzada de pircins me miraba mal. El muchacho al darse cuenta de mi presencia y de lo que estaba haciendo me miró amenazante, pero bastó un gesto de la peluquera para que el ambiente cambiara y pudiera retratarles.
Comimos un entrante de jamón serrano y trocitos de queso, el jamón que no sea cocido es de importación y aquí es un lujo, este tenía pinta de ser gallego, que a lo mejor es como el asturiano. Después unas fajitas de pescado con salsa tártara y una pizza hawaiana. De postre un flan con helado y una tarta de chocolate también con helado de vainilla. Todo por 45 dólares. Muy caro para Nuestro Hombre en La Habana.

Cuando salimos amenazaba lluvia y a medio camino empezó a llover. Antes de que lo hiciera tuve tiempo para algunas fotos. Otra vez los pescadores, algunas personas navegando en internet y bocacalles que dan al malecón. Me gustaba la luz previa al aguacero. Cuando empezó a caer, íbamos ya por el Hospital Hermanos Ameijeiras, y tuvimos que guarecernos en una de las paradas del 6. No escampó, pero cuando se puso en lluvia fina aprovechando los alerones de las casas nos vinimos a la nuestra donde nos quedamos hasta la noche en que nos acercamos al Biky para acabar de hartarnos de pizza. Y para cama. A cierta edad o vives de día o de noche.





















