
Decidí ir a pasar la mañana a Centro Habana, Pero antes me paré en la plaza que hay al lado de casa para entrar en internet y ver los whatsapps nuevos. Desayuné en un chigre diminuto que le gusta a Nuestro hombre en La Habana, que hay en la calle San Rafael, en frente de uno de los mercados. Dan un buen café, me dice siempre que le afeo el lugar y sus bocadillos de jamón.
Desayuné con desagrado. El bocata era indecente. El jamón una fina loncha de jamón cocido. Pero además, la calle estaba más sucia que nunca. Estaba encharcada de un agua podrida hacía tiempo, ignoro por qué no se evapora con este calor. La Casa de los Batidos, como se llama esta cafetería, es un espacio reducido, en el que los clientes no tenemos más de un metro cuadrado para esperar ante el reducido mostrador. Yo estaba en la acera pendiente de escuchar “uno de jamón” para acercarme a recogerlo. En la espera un hombre muy mayor afectado de párkinson o de Corea me pidió una mano para salir del cuchitril y que le ayudara a bajar de la acera a la calzada por encima del charco de agua putrefacta. Le tendí la mano y me la cogió con la suya temblorosa y sucia. Cuando me sirvieron el bocata, me animé a cogerlo pensando que peor sería si me la lavase en el agua de la calle. Pero me fue imposible comérmelo sin pensar de qué estaría sucia la mano de aquel hombre. Pero me lo comí, por peores pruebas he pasado. Además, siempre me pasa lo mismo los primeros días. Recuerdo, al menos dos viajes en los que estuve sin comer los dos primeros días. Después a todo se hace uno.

Cuando me senté en la terraza del Café El Escorial en La Plaza Vieja todavía no había abierto. Tras diez minutos de espera me atendió el camarero, pero no me entendió. Me tuve que beber una Tu Cola light que no había pedido. Ya renuncio a corregirles. Si lo que me sirven no me desagrada en exceso, lo acepto. Me cansa tener que enmendarles constantemente. En estos primeros días ya me ha pasado cuatro veces. La más exagerada ya os la conté ayer, la del pan con perro.

Me quedé un largo rato quieto en El Escorial. En el tiempo que estuve allí me tomé además un flan y una limonada que, como la Tu Cola, era de Ciego Montero la marca de la embotelladora nacional de bebidas de Cuba. No pasó nada en ese tiempo. Un viejo vino a venderme Gramma y Juventud Rebelde pero ya se los había comprado en el camino a otro vendedor, de todas formas le di como si le hubiera comprado veinte ejemplares, pero me pidió como para treinta más. Le dije que no y se fue.
Cincuenta pesos se los di después a una mujer de una comparsa que bailando abría la marcha. Ante mi generosidad una de las que iba sobre unos zancos extendió su limosnero para que le echara algo. Sonreía tan bien como su compañera y me resultó irresistible no darle. Me imagino que para muchas personas será un defecto imperdonable que, a mi edad, me siga rindiendo a la mujer que me sonríe.

Había quedado a las doce con Nuestro Hombre en La Habana en el Hotel Parque Central, un hotel de lujo con un patio ajardinado y grande, siempre con gente y con un cuarteto que interpreta canciones cubanas recalcándonos dónde estamos. En él podría esperarle largo tiempo sin llamar la atención. Así que con media hora de antelación me puse en camino. Por la calle Mercaderes me dirigí a la calle Obispo que va directamente a la Plaza de Francisco Albear, donde está el Floridita, el Museo Nacional de Arte, el que fue el Centro Asturiano, y, en frente, el Hotel Manzana por cuyos soportales caminé a la sombra disparando a todo lo que me fui encontrando. Pasé por delante de la puerta del Manzana, de unas galerías comerciales y de los escaparates de Mango, la marca catalana que aquí vende sus prendas un 100% más caras. Nuestro Hombre llegó con una hora de retraso y tan solo fue para decirme que nos veríamos para comer más tarde. Que me llamaría sobre las dos y media hora española. Y me gustó la hora. Prefiero comer a horas tardías para que las tardes no se me hagan demasiado largas. Pues acabaría cenando dos veces.

Deje el patio del Hotel Parque Central y me di un paseo por el Prado con intención de entrar en el Museo de la Revolución, pero al llegar allí me dio pereza, le hice unas fotos a los aviones y a otros utensilios de guerra que se exhibían en los jardines y seguí callejeando, en Centro Habana y en La Habana Vieja la vida está en la calle. Son muchas las casas que he visto, digamos poco acogedoras, sin ventilación ni luz. Yo también, como esa primera generación urbanita descendiente de los trabajadores de las plantaciones, sacaría la silla a la puerta de casa y me sentaría a fumarme el puro del día, a charlar y a ver pasar la vida. Y caminando, caminando, penetré La Habana Vieja hasta el fondo, hasta la mismísima Plaza de Armas. La paseé, me detuve ante el Castillo de la Real Fuerza, donde tuve la tentación de entrar, pero de nuevo me dio pereza encerrarme pudiendo estar en la calle. Y en la misma plaza, delante del Palacio de los Capitanes Generales, me encontré a un hombre reponiendo los adoquines de madera con los que se «empedraba» la calle delante del palacio para que el paso de los carruajes no molestara a la autoridad.
Tomé la calle Obispo, la más turística de La Habana hasta que en el cruce con Mercaderes me resulto imposible resistirme a la llamada del Ambos Mundos

No sé si hice alguna foto, que de todas formas no iba a enseñaros, pero se ven con más frecuencia parejas de mujer turista con buen mozo habanero que a hombre turista con buena moza habanera. Lo digo, porque en estos momentos en que esto escribo, sentado en el lobby del Hotel Ambos Mundos, hay una pareja a mi lado de mujer rubia, atractiva y joven acompañada de un muchacho mulato, quizá algo más joven, que parece encontrarse algo perdido. En un momento, el muchacho le hace una seña al camarero para que le traiga la cuenta, se pone de pie y extrae del bolsillo trasero de su pantalón vaquero roto a la moda, un monedero que no llega a abrir, porque la mujer, que ya alcanzó la barra, dándose la vuelta y mirando al joven le sonríe cariñosamente y le niega con la cabeza que vaya a pagar él. Les pierdo, pero al rato les veo a través de la ventana abierta pasar por la acera. Él, a pesar del calor, la lleva cogida por los hombros y se les ve felices.

En el Hotel Ambos Mundos se hospedaba Hemingway cuando venía a La Habana hasta que se compró su casa. Está en el corazón de La Habana Vieja a un tiro de piedra de la Plaza de Armas, centro histórico del poder en Cuba, y del puerto desde donde zarpaba en sus habituales jornadas de pesca. Dicen que aquí escribió El Viejo y el mar. Ahora se le recuerda con un mural de fotos en el que se le ve en el Hotel con otros personajes célebres.

Me gusta venir aquí, a este hotel, donde todavía me da la sensación que percibo los aires de entonces, de cuando los clientes eran viajeros, las maletas eran de cuero y los hombres llevaban sombrero y trajes amplios de colores casi blancos, con pantalones anchos con dobladillo y la raya muy marcada, y las mujeres resaltaban su cintura y llevaban tacones, eran todas rubias como la Monroe y se pintaban los labios de un rojo intenso.

El Ambos Mundos tan solo tiene siete mesas en el espacio de cafetería, unos tres tresillos y un piano repartidos por unos trescientos o cuatrocientos metros cuadrados de vestíbulo. No hay aire acondicionado, pero se está muy bien, tiene todas las puertas/ventanas abiertas a la calle y por el amplio recibidor polivalente corre el aire que cruza desde la calle Mercaderes hasta la de Obispo.

Hasta ahora había un anciano de pelo blanco y guayabera tocando el piano. Interpretaba esas canciones de siempre a las que soy incapaz de ponerles nombre. Pensé en acercarme a darle las gracias y dejarle disimuladamente un billete de cinco dólares. Pero desapareció sin enterarme.

Nuestro Hombre en La Habana no se presentó a las dos y media y, ahora, una hora más tarde sigue sin hacerlo y sin dar señales de vida. Me gusta retrasar la comida, ya dije, para acortar la tarde; pero no suprimirla. Me voy. Camino de casa me detendré en cualquier lugar a comer algo. No siento como un desplante su retraso ni su silencio, tampoco ha llemado. Se habrá liado. Vivo ya en ese tiempo en que es difícil que algo me parezca mal.

No estuve mucho en casa, pero cuando salgo ya es tarde. La noche acabó refrescando la calle que está llena de gente. Tenemos 24 grados. Pero así refresca en La Habana en el mes de octubre. Imagino que en el Malecón la brisa del mar habrá bajado la temperatura uno o dos grados; pero me da pereza ir hasta allá. En una hora o dos horas me volveré a casa, encenderé «el aire» y me quedaré dormido.
















