Esta mañana desayunamos en el patio, en la calle, en el espacio que tenemos delante de nuestra casa. Al principio estábamos el Cooperante y yo y en seguida se añadió un cooperante que vive en frente, al que llamaremos el vecino, y que aportó café, queso, galletas y unas aceitunas negras que triunfaron. Poco después, se incorporó otro cooperante que venía con su taza de café en la mano, algo resacoso de la fiesta de ayer, que simplemente se sentó allí a esperar que se le juntara el cuerpo, algo destrozado, con el alma sevillana, siempre ávida de fiesta. Imagino, no doy fe. Con el segundo me iré el lunes a visitar escuelas a unos 160 kimlómetros de Rabuni, algo más de dos horas de viaje, me dicen. Ya veremos, pienso.
En la charla al sol de la mañana que va templando salen historias de los apuros, de los miedos y de las hazañas que los cooperantes vivieron en la guerra civil de Angola, en la de Serbia o en lugares como Mali o Taití. Historias que alguna contaré cuando no vengan a cuento, como acostumbro, que ahora me da pereza entrar en ellas. Sin embargo, lo que me ocurrió cuando nos íbamos camino del mercado os lo voy a contar ahora. Por lo que tiene de historia quisquillosa y como muestra de lo difícil que resulta a veces el trato entre cooperantes y cooperados, que yo observe.
El vecino que es un hombre de entrar en anécdotas, cuando pasábamos cerca de los depósitos de agua de Tinduf, que están a medio camino del mercado, me contó que junto a los depósitos altos de cemento, hay un pequeño cilindro de metal no más ancho ni más alto que los árboles que le dan sombra y que son los únicos que crecen por el entorno. Lo ves? Me preguntó. Pues a su lado hay un grifo que, según me contaron es el que ha dado nombre a este lugar en el que vivimos, a Rabuni.
Cuentan, empezó diciendo desde el asiento trasero del mercedes que conducía el saharaui compañero y amigo del Cooperante, que este territorio, donde hoy está Protocolo y la sede del gobierno saharaui, fue el lugar donde se instaló el primer campamento de los refugiados saharauis durante la guerra contra Marruecos. Fue el espacio que les cedió Argelia para que estableciesen su retaguardia. Cuando llegaron tenía otro nombre, te acuerdas cómo se le llamaba? Le preguntó el vecino al que conducía, que dijo una palabra en árabe que no fui capaz de memorizar. Eso, respondió el vecino y siguió con su historia.
Argelia le cedió estos terrenos porque aquí había agua suficiente para poder satisfacer la necesidad de los más de cien mil saharauis que se refugiaron en este primer campamento. Porque aquí, siguió explicándome, en el subsuelo, están las bolsas de agua de las que, ya entonces, se surtía la ciudad de Tinduf. Y los primeros saharauis que llegaron les preguntaban a los argelinos que dónde estaba el agua y los argelinos, señalando el pequeño depósito que abastecía a Tinduf, les decían que allí, junto al depósito de metal, había un grifo, un aparato, un robinet (grifo) que habían instalado los franceses colonizadores, un ingenio que pronunciado en el francés argelino los saharauis acabaron entendiendo como Rabuni. Y así, el lugar que los argelinos tenían bautizado con otro nombre acabó siendo Sabuni, concluyó el vecino.
Y como nuestro acompañante saharaui no decía nada, el vecino precavido añadió: bueno, eso es lo que me han contado. Y fui yo el que le preguntó al amigo del Cooperante si él sabía si era otro el origen de Rabuni. Si, contestó secamente. Y añadió: Rabuni era un mártir de la guerra contra Marruecos, como si le hubiera ofendido la historia que acababa de escuchar. Una pena, pensé. A mi me gusta más que Rabuni venga de grifo a que sea fruto de un memorial de guerra. Pero no lo comenté. Nos callamos los tres hasta que llegamos al mercado.
La historia no quedó ahí. Una vez en el mercado, el que conducía y que se había prestado a llevarnos, decidió detener su coche a la entrada pero el vecino le dijo que no. Aquí no, llévanos al doblar la curva, junto a la gasolinera. No, dijo el conductor, las tiendas a las que vais están aquí. No, dijo el vecino, a las que vamos están donde digo yo. Y como me pareció que la propuesta había sido seca y cortante, le expliqué al amigo del Cooperante que íbamos a una panadería que a mi me gustaba mucho, en donde había estado hacía dos días y en donde, además, preparaban un té muy rico. Cuando dimos la curva nos dimos cuenta de que todavía no era el lugar, había que dar otra curva más, y el coche ya estaba casi detenido Y el vecino volvió a decirle que aquí no, que a donde vamos es junto a la gasolinera. Ahora, tuerce ahora, por aquí. Y me pareció que al conductor no le había gustado que le dijeran lo que tenía que hacer como si realmente él fuera nuestro conductor, que no lo era.
Resultaron inútiles todos mis esfuerzos para que bajara a tomarse un té con el vecino y conmigo. Sin duda, se había ofendido. Le dejamos aparcado en la explanada, muy cerca de la gasolinera y los dos que íbamos de compras nos fuimos a buscar el pan. Al llegar, el panadero y su hijo, que llevaba una camiseta del Barça, nos recibieron con una gran alegría. Yo miré al vecino extrañado y me dijo enseguida, yo le ayudé poner el negocio en marcha. Durante tres meses le compraba la mitad de los panes que producía. Llevaba pan para todo el Protocolo.
Después de los abrazos enseguida se descalzó y pasó a la trastienda donde el hijo calentaba un te, y al segundo estaba echado en el suelo, acodado sobre una colchoneta y escribiendo algo en su teléfono móvil.
Ni pedimos té ni compramos pan. El vecino tirado en el suelo escribía en el móvil, yo hacía fotos, el panadero amasaba su pan y el hijo culé abanicaba los rescoldos donde hervía el agua para la infusión. Después de un rato llegó un amigo del panadero que tras el largo saludo con el que los saharauis acostumbran a celebrar el reencuentro, se quedó de pié en silencio mirando como su amigo hacía el pan. Y siguió el tiempo sin que ocurriese nada. Entonces sin interrumpir a nadie me fui hasta el coche a pedirle a nuestro conductor que se incorporase, aunque no sabía a qué, y a rogarle que no se quedara allí reconcomiéndose con su orgullo herido. No, no, me dijo. Id vosotros. Yo espero. A mi no me pasa nada. Yo no estoy enfadado.
Volví a la panadería y tratando de no romper aquel equilibrio silencioso me aposté contra el quicio de la puerta, pero fui tan torpe que el niño dejó de abanicar el fuego y se levantó para invitarme a pasar a la trastienda. No, le dije; pero insistió. No, volví a decirle y en vista de que persistía le aclaré, es que me da pereza descalzarme. Entonces intervino el vecino desde el suelo, da igual, pasa calzado. La verdad que estaba todo hecho una mierda pero insistí en negarme. Pero lo peor fue cuando me senté en el suelo pues debió de parecer tanto mi esfuerzo que el niño, el vecino y el amigo del panadero se movieron en mi auxilio y acabaron por instalar una silla encima de aquella alfombra sucia. Y una vez que me hube sentado todo volvió a su sitio. Y a pasar el tiempo sin que sucediera nada.
Bueno, es una forma de entender la vida, pensé, está ocurriendo lo que debe ocurrir, la vida está pasando sin necesidad de que ocurra absolutamente nada. Por eso no les extraña que su amigo, el vecino, se haya venido a tumbar aquí en el suelo, que se haya acodado en su colchoneta y se pusiera a escribir en el móvil; que el amigo del panadero de quedara extasiado ahí viendo como su amigo amasa el pan y que yo, el amigo del amigo, esté calzado sobre su alfombra, sentado en una silla que está donde no debe estar, sin hacer nada, sin darles ningún beneficio ni ninguna explicación. A esto he venido a África, me dije, a ver como pasa la vida por la panadería de Rabuni.
Pasaron cinco minutos o media hora y como no me pareció que aquello fuera a terminar en algún momento me levanté y le pedí cinco boias de pan al panadero que siguió sin inmutarse haciendo mas con la masa que tenía en un capacho junto a sus pies. Fue su amigo el que rompiendo su quietud se movilizó. Después, antes de que todo volviera a lo de antes, le pregunté al vecino si él quería llevarse también algo de pan. Yo cuatro, dijo desde el suelo. Cuando me lo hubieron servido, por mantener aquello en movimiento, les pedí permiso para hacerles unas fotos, cosa que ya había estado haciendo a todos ellos y a todo el local sin haberles solicitado licencia alguna.
Cuando ya lo hube fotografiado todo y cuando todos esperaban que volviera a ocupar mi sitio sentado sobre aquella silla de encima de la alfombra, me revolví de nuevo, le dije al vecino, pero como si hablara con todos, que había salido a buscar al hombre que nos esperada pero que no había querido venir, que me parecía ofendido. Y si era necesario que nos tomáramos un té ya que llevábamos allí tanto tiempo sin hacer nada. Si quieres que nos marchemos nos vamos, dijo el vecino. Y explicó, también como si hablara con todos, que esos enfados eran inevitables si querías evitar que te anulasen, que si no le hubiera cortado no habríamos podido venir a esta panadería ni podríamos ir a comprar a donde vamos a ir a comprar ahora, dijo. Y salimos y me pareció que volvíamos a vivir a nuestra vida. Menudo rollo!
Una vez en el coche el vecino trató de disculparse y nuestro hombre mostró su enfado y delató que estaba ofendido. Después de comer cuando el amigo del Cooperante se despidió, el vecino volvió a trabajarse la amistad de nuestro hombre, sin pedir perdón ni hacer referencia a lo sucedido. Simplemente lamentando no haberlo conocido antes.
Pero con anterioridad a que eso sucediera todavía fuimos a comprar la fruta, los tomates, la leche, el chocolate y un queso de President que se fabrica aquí en Argelia. Y fue en esa ultima tienda cuando saludaron efusivamente al vecino y al verme a mi a su lado le preguntaron si yo era su padre. El vecino, que es solo siete años más joven que yo, se quedó cortado sin saber qué responder y yo, yo me puse a remover unas galletas que había en el mostrador. La verdad, es que ahora, cuando recuerdo esta escena, creo que la pregunta me la podrían haber hecho a mi porque al vecino lo veo mucho más viejo. Pero entonces pensé: Si creen que soy su padre, cuantos años me echan? Creerán que soy eterno? Y me sorprendió mi optimismo. Claro que entonces mi preocupación era otra. El hombre que nos había llevado al mercado era el que se había comprometido a cocinar en nuestra casa para el Cooperante y para mi. Comida a la que yo, mientras desayunábamos y antes de toda esta historia, había invitado al vecino.
Por la tarde las nubes fueron cubriendo el cielo azul de Rabuni, el Cooperante se fue a una casa en otro lugar de Protocolo y yo me quedé en el ordenador pensando si en lo que había ocurrido habían tenido algo que ver las culturas diferentes del vecino y del amigo del Cooperante. Si habría jugado algún papel la terquedad aragonesa y el orgullo saharaui; si el que el Sáhara fuera colonia de España. Y, entonces, recordé algo que el vecino me había dicho en el desayuno, los saharauis están convencidos de que nosotros somos unos pobres hombres, unos paganos que lo mismo que ignoramos la fe verdadera desconocemos la forma de vivir una vida plena y con buenas costumbres. Se creen superiores, resumió convencido. Pero a mi, a la mañana, me había parecido todo lo contrario. Y entonces me acordé como pasaba la vida por la panadería de Rabuni y apagué el ordenador intentando recuperar aquel momento porque empecé a lamentar no haber sido capaz de captar aquella calma.
La cuadra de las cabras es una obra de arte digna de Arco.
Nos hemos acostumbrado a considerar que la vida es una carrera desbocada a ver quien es el primero…y en esos lugares es un respirar y toda la calma del mundo para vivirla. A saber si no son ellos los que están en lo cierto. Gracias por tus historias y cuidate moito.Un abrazo