Rabuni es la sede del gobierno saharaui en el exilio. Unas ventas desparramadas en un amplio descampado donde se ha armado, también, un mercado con tres docenas de casetas de adobe. Visitamos a primera hora el Ministerio de Cooperación donde el Cooperante tenía que gestionar algún asunto. Yo me quedé en la puerta con dos hombres que me acogieron entrañablemente. Uno de ellos, el mayor, que iba vestido con chilaba y turbante hablaba un perfecto castellano. Había vivido 12 años en la Costa del Sol y hablaba con cariño de España. Después, cuando este hombre se lió con sus asuntos yo me dediqué a fotografiar el entorno. Lo que el cooperante tomaba como un campo reverdecido después de las lluvias de octubre, un murallón de contenedores que cerraba el horizonte frente al ministerio y un cruce de carreteras que dibujan con sus huellas en la arena los todoterrenos que se mueven en todas direcciones y, la mayor parte de las veces, campo a través.

El muro de arena protector, en primer término, y al fondo el murallón de contenedores. Ignoro que protegen.
A la puerta vino a verme otro funcionario. Al principio creí que por curiosidad, pues no debe ser normal ver a un hombre con una cámara a la puerta de un ministerio en el desierto, pero ya sabía quién era. Me habló del Cooperante y de lo que opinaba de él su ministro. No fue necesario que yo le hablase de la sagacidad de su jefe, pues él mismo, para apuntalar lo que me acababa de contar, señaló que su ministro era un gran psicólogo y no se equivocaba nunca en su percepción de las personas. Por quitarle importancia al asunto, las alabanzas que hacía del cooperante, le pregunté donde había aprendido a hablar también castellano? Si había vivido en España? No, no. Lo aprendí aquí, del entorno, me respondió.
Después del Ministerio nos fuimos al mercado, un conjunto de pequeñas edificaciones de bloques de adobe. Intentamos comprar un móvil en la tienda de un señor que mostraba gran interés por el dinero. No tenía tarjetas ni se preocupó mucho por orientarnos donde podíamos conseguir una para mi móvil. Pero sí se mostró muy interesado en cambiarnos dinares por euros. Se le alegró la mirada y contuvo los músculos de la cara, me pareció la expresión de la avaricia cuando el cooperante le pidió cambio.
Un personaje radicalmente distinto fue el panadero que nos vendió unas hogazas de pan por las que tuvimos que esperar a que las sacara del horno. Un horno de butano rudimentario fruto del ingenio que agudiza la carencia de todo. Allí, en la trastienda dos hombres tomaban el te tumbados en el suelo, sobre una colchoneta. Les pedí permiso para hacerles una foto y no solo me lo dieron sino que me ofrecieron un te del que estaban tomando. Ardía pero estaba bueno.
Antes de dejar el mercado compramos fruta y patatas en un local donde se pudrían algunas lechugas pero donde de nuevo volvimos a encontrarnos con la habitual amabilidad del saharaui.
El resto de la mañana nos la pasamos en casa, en el interior de este fuerte donde viven los cooperantes, el mismo que donde fueron secuestradas hace unos años dos mujeres españolas. La frontera con Mauritania está solo a unos 60 kilómetros. Mohamed, el hombre al que me encontré muy de mañana entrando en el rectángulo donde está nuestra casa, vivió aquel momento pero no para contarlo. Las malas lenguas dicen que se hizo el dormido. Quizá fue una sabia medida para no tener que estar ahora haciendo el muerto.
Nuestro recinto, como casi todos los que arman defensas ante sus puertas, además del muro con alambrada que lo rodea, está cercado, a unos treinta metros, por un muro de arena suficientemente alto para que no lo pueda subir ningún vehículo. Además, ya en el interior, nuestras casas además de la puerta de madera que da a la calle, tiene después de un pequeño portal dos puertas más de hierro. Pero la sensación de tranquilidad es total. No hay temor ninguno en ninguna parte. La preocupación está en los saharauis que no quieren verse sorprendidos de nuevo.
Comimos en una venta que hay a un tiro de piedra. En un alto que se ve desde el puesto de guardia, a un centenar de metros o dos , que en el desierto las distancias engañan, del ministerio de la Juventud, que está aquí al lado. Hasta ahí les dejan caminar sin vigilancia, no más allá. Para acudir a la Base, el centro de la ACNUR donde tienen montadas las oficinas todas las ONGs, que está otros trescientos metros más allá, ya les obligan a viajar en coche.
Comimos lentejas. Según el Cooperante, que suele comer en este sitio casi todos los días, es lo mejor que se puede comer. Y debe ser cierto, porque estaban ricas y porque los de Médicos del Mundo, a los que sustituimos como comensales en la mesa que hay bajo un emparrado de lona, dejaron los platos llenos de arroz con pollo. Y lentejas fueron lo que se comieron los tres saharauis que comieron a nuestro lado. A los que les pedí que me dejaran fotografiarles. Los veréis, alguno podría pasar por criminal en Homeland, pero resultaron simpáticos y amabilísimos.
Como veis gana la amabilidad por goleada en esta tierra.
Ahora, mientras escribo estas letras y me eternizo subiendo fotos, falla internet, la tarde parece detenida como si fuera de verano. Cómo estás? Me preguntó Jaguari al saludarme. Le hubiera dicho que feliz, pero me contuve. Bien! le dije. Él no. Estaba contento, como la mayoría de las personas con las que nos encontramos.
Mucha playa. Pocos chiringuitos. Y el mar, ¿queda lejos?. Que lo pases muy bien.
Muy bien. Mucha playa, pocos chiringuitos y el mar algo lejos. Cómprate una casa.
Pues no parece que haya mucho ambiente, no?
La impresión, por tus fotos, es de una zona muy seca y sin apenas gente. Vuestra casa me parece bonita con ese patio. Son un pueblo ( de lo que he visto en los niños que vienen) de gran belleza y ahora nos cuentas tú que tienen buen humor y se les ve contentos ( a mi me parecía que sus niños se mostraban seguros y tranquilos). Siempre me ha pasmado la facilidad que tienen para los idiomas. Un abrazo muy fuerte y gracias por tus comentarios y a través de ellos hacernos vivir el viaje.