Comenzaron los carnavales.. Delante del Sporting Club Petroleos de Bié instalaron un palco grande y alto, como para que fueran inalcanzables los que estuvieran allí subidos. Al día siguiente, esta mañana, pusieron dos mesas y cuatro sillas detrás de cada una y mandaron a unos guardias a que cerraran la calle al tráfico. Por la tarde comenzó la fiesta.
Los niños de cuatro barrios vinieron vestidos con retales de diferentes colores. Vinieron los de rosa, que traían a una pareja de novios como para casarse y también vinieron los de naranja con los que venía un hombre entusiasta que tocaba esos tambores altos africanos y los de blanco y los azules. Los azules movilizaron a sus mayores, por lo menos les acompañaron media docena de Sobas y un camión lleno de mujeres, y todos se prestaron a disfrazarse. Los sobas, que no se quitaron su uniforme, convencidos de que el hábito hace al monje, se pusieron una tela al hombro como si fueran senadores romanos y las mujeres aceptaron la uniformidad de una tela blanca y negra y una pequeña cesta en la cabeza, como un frutero, en el que llevaban patatas, mangos o piñas.
Cada grupo bailó delante de aquel palco grande y alto donde ocho personas circunspectas y graves tomaban nota como si fueran notarios de lo que estaba ocurriendo en la calzada. Había poco público, muy poco. Yo creo que eran los niños de esos barrios que participaban que no quisieron o no pudieron integrarse en su comparsa y venían a ver como lo hacían sus vecinos. No había nadie más. A nadie en Kuito que no fueran los de las comparsas, los ocho del tribunal y a los guardias que cerraban la calle al tráfico parecía importarle lo que estaba ocurriendo delante del sporting Club Petróleos de Bié. Porque, la verdad, a mi tampoco.
No se si conseguiré daros la imagen real de lo que allí sucedía. Pero transmitía ternura e ingenuidad. Un millar de niños, muchos de ellos descalzos, vestidos malamente con retales de colores disputaban entusiasmados por ser la mejor comparsa. Cuando enfocaba a algunas niñas con la cámara se ponían a bailar samba, como las mujeres de las comparsas brasileñas, pero después su comparsa era puramente africana incluso la lengua en la que cantaban, que no era el portugués, sino la misma lengua que hablan entre ellos.
Yo no estuve toda la tarde, por supuesto, pasé dos veces. La primera no pude hacer mas fotos que a los niños que estaban esperando para actuar, no me atreví a romper la barrera de guardias que no dejaban a los pocos espectadores que había que bajasen de la acera. En la segunda ocasión, como los azules eran ya el último grupo me uní a ellos y, la verdad, que sus danzas y cantos eran contagiosos, aunque, como siempre, en las fotos no consiga ninguna o casi ninguna sonrisa. Mira que se ríen pocos estos angolanos. Se lo decía el otro día a los angolanos con los que cenábamos. Os veo muy serios, casi dramáticos, os cuesto muchísimo reíros, les dije. Si, me contestaron gravemente, sin esbozar la más leve sonrisa.
El cooperante no estuvo bien, se despertó destemplado y estuvo fuera de juego todo el día. Como me fue imposible encontrar un termómetro entre sus cosas, le tomé la fiebre con la mano, que, en mi caso, no tiene ninguna fiabilidad. Nunca séqué decir. Me imagino que si tuviera cuarenta diría que si, que estaba caliente. Así que le recomendé un ibuprofeno y traté de arrastrarlo a la calle. Me llevó a su despacho, pero no tardó ni media hora en rendirse y querer volver a meterse en cama.
En un segundo intento lo arrastré hasta el mercado, aceptó porque le pareció muy bien que comprásemos verduras. Las compramos y también ajos y zanahorias. El mercado es un galpón en el que además de los productos del campo que traen las mujeres a vender, hay naranjas. Yo creo que nada mas. Y eso en lo que se refiere a los largos mostradores de alimentación, que son dos o tres. El resto lo ocupan los productos traídos de china, aparatos de radio, DVDs, calculadoras, relojes, etc.
Muy cerca del mercado, en uno de los locales próximos venden pescado congelado y nos pareció una buena idea comprar algo. Así que nos acercamos, pero antes el Cooperante se paró a comprar el periódico en un local en el que creí que entrábamos a comprar latas de conserva. Yo estaba mirando unas de sardinas, cuando oí al cooperante, que enfadado, gritaba, vámonos! Qué pasó?, le pregunté cuando ya estábamos en la calle. Qué tía!, me dice. Primero me pregunta qué cuantos quiero y después resulta que eran del año pasado. Bueno, le dije para templar, si no estaban caducadas. Cómo caducadas?, me pregunta. Las latas, le digo. No, si yo quería comprar un periódico, me responde tajante.
En la tienda de pescados congelados entramos por la puerta de la carne congelada. Aquí todo está congelado porque viene de Portugal y tarda muchos días en llegar, aunque, pensándolo bien, nunca vi un camión frigorífico por aquí. Por cierto las pechugas de pollo que nos comimos el otro día y que la carnicera insistía en que no eran de pollo que eran de otro animal que nunca había visto, eran de pavo. Ignorante que es uno que no sabía cómo se decía pavo en portugués. En los menús de los colegios de mis nietos se escribe igual, me apuntan en un comentario. Bien, los pescados congelados nos parecieron muy grandes, muy gordos o muy desconocidos, así que pasamos del pescado. Pero cuando salíamos, como tuvimos que hacerlo por la puerta de la carne congelada, yo vi como se estaban asando tres pollos en un horno expositor que los tiene dando vueltas y chorreando grasa. No eran grandes, no eran gordos, mas bien un poco escuchimizados, pero a mi me apeteció comerme los tres. Al cooperante no, quería volverse a la cama. Nos fuimos pero a los veinte pasos ya estaba convencido de que era una buena idea llevarse un pollo. Y nos lo llevamos por 800 kwanzas, 8$. Fue lo que comimos, puré de zanahorias y pollo con aquella verdura que yo preparé como si fueran grelos.
Por la tarde el Cooperante estuvo fuera de juego. Yo estuve paseando, aligerando mi atiborrado ordenador y haciendo alguna foto. Ah! Y fui al súper, al Orquídea, en donde me había dejado a deber 50 kwanzas aquella cobradora que estaba dormida sobre su pequeño mostrador cuando llegué a la caja. Cogí en la nevera una barrita de chocolate, me di una vuelta por si había algo atractivo, que no había, y me fui a pagar. Mi cajera no estaba. Así que dispuesto a encararme con la nueva le ofrecí 150 kwanzas para pagar 115 y me dijeron, no tengo cambio. No se preocupe, como me deben 50 le doy cien y se quedan con la vuelta. Ay! Yo no se nada de que le debamos a usted 50 kwanzas. Pero su compañera si. Y empezó a gritar el nombre de la cajera que se duerme sobre el mostrador. Déjelo, déjelo, le pedí. Me volví a la nevera de los chocolates y cogí una tableta de 495 Kawanzas. Y al llegar a la caja le entregué 500 kawanzas. Está bien, dije levantando el tono. Y entonces el guardia de seguridad se levantó de su sillita y se acercó a la trifulca, y aproveché para echarles un sermón sobre la corrupción y la decencia y el futuro de Angola. Miré para el guarda y noté que pasaba de lo que yo le dijera a la cajera, él no se llevaba un céntimo de sus malabares financieros y de lo del futuro, me pareció que también. Esta es una de esas cosas de las que siempre te arrepientes después de hacerlas. Lo único bueno era la tableta grande que había tenido que comprar, había sido una gran disculpa.
La satisfacción me la dio un zapatero, de los que ahí y antes se calificaban de remendones. Se había instalado en una esquina de la Avenida con la calle en la que están tres de los cinco o seis restaurantes que hay en esta ciudad. Era joven y su aspecto era de muy pobre. Sentado en el suelo intentaba arreglar una sandalia de la que solo tenía la suela entre las manos. A su lado, otro mozo le daba conversación. Les hice una foto desde lejos y el acompañante se dio cuenta y se lo dijo. Me miraron. Entonces me acerqué y le pedí permiso. Me dejó. Al verle a través de la cámara me di cuenta de que le faltaba una pierna de rodilla para abajo. Le hice las fotos y le pregunté cómo la había perdido. Me contestó algo en su lengua y sonrió cordial y amablemente. Entendí que ya no le importaba como había sido.
Cuando encuentro a alguien que es capaz de conseguir el equilibrio en medio de tales circunstancias, me entran ganas de pedirle la chaqueta. Mi padre me dijo un día, en que yo me recuerdo muy pequeño, en que para ser feliz solamente había que ponerse la chaqueta de un hombre feliz. Y me contó que hubo un hombre que después de mucho preguntar encontró a un peón caminero, que estaba retirando la maleza del arcén de su carretera, que le respondió que sí, que él era feliz. Y rápidamente le ofreció todo el oro del mundo por su chaqueta. Ah! Cuanto lo siento, le respondió el peón caminero, pero es que no tengo chaqueta.
Muy pocos años después, cuando yo empezaba en el colegio de mayores, me hice amigo de un niño que era hijo de un señor que tenía un ultramarinos muy grande. Y un día me contó un secreto, que su padre era peón caminero de la carretera que pasaba por la aldea de sus abuelos, cerca de Carballo. Y es feliz? Le pregunté apresurado. Si, me respondió mi amigo, él le paga a un vecino para que le haga ese trabajo. A pesar de aquella revelación, me siguieron atrayendo las chaquetas de las personas como el zapatero cojo, y nunca las de señores como Emilio Botín, por ejemplo. Por cierto, que seguro que se la compró a alguien que le dijeron que era feliz y ni se le ocurrió mirar la talla, porque le queda siempre muy ajustadita.
Yo creo que no se ríen porque no te entienden, Otero. Háblales más y ya verás como les levantas el ánimo.
Abrazos
MR
Los dos últimos parecen de la pasarela de NY! Son para ver las gafas o de postureo?
Me encanta la historia de la chaqueta! La abuela te manda besos…. le voy a pedir su chaqueta!!