Fue un duro golpe volver a la realidad del siglo XIX, al hambre, a la malaria, a la lepra -850 nuevos casos se han dado en el 2013 en Angola- y a la muerte por cólico miserere. Las doce horas que nos costó llegar a casa fue la benévola penitencia por nuestro exceso. Nos gastamos en cuatro días el salario de dos meses de un trabajador. Y ni siquiera vivimos como los que viven bien, como los que habitan Ponta da Restinga.
Me desperté unos minutos antes de que sonara la alarma del móvil, eran las 5,18. Imaginé que era de día. A las seis sí y estábamos ya en la calle caminando hacia el centro de la ciudad. El plan era conseguir un candongueiro que nos dejara lo más cerca posible de las cocheras de Macon, que no sabíamos donde estaban. Nos costó trabajo llegar porque a esa hora y siendo festivo en toda Angola no había mucho movimiento. Mas bien nadie. Dos todoterrenos de los grandes corrieron la avenida a una velocidad que nos pareció temeraria. Los niños bien volviendo a casa de madrugada, pensé. Cómo correrán así, preguntó el Cooperante. Será la única recta para correr, le respondí.
De paso que andábamos fui haciendo fotos con el móvil, no me atreví a sacar la cámara de la mochila. En una bocacalle que cruzamos, en la esquina unas mujeres muy bien vestidas esperaban a alguien. Se han pasado la noche en un funeral, dijo el Cooperante. Ya, dije, desconcertado por sus deducciones. A mi me parecía que venían de una boda y que a esas horas resultaba mucho más normal. Unos cientos de metros mas tarde el Cooperante le hizo señas a un candongueiro. Iba casi completo con las mujeres que habíamos dejado atrás, las de la boda o funeral, y con un señor y con una mujer que llevaba un caldero de plástico blanco. A mi me tocó atrás con la mujer del caldero blanco
Recorrimos una ciudad desierta y unos diez minutos después y por 300 kwanzas nos dejaban en una rotonda donde, al parecer, se había dado cita todo el mundo, el tráfico era de hora punta. Cruzamos una de las salidas para ir a preguntarle a un guarda si sabía por donde estaban las cocheras de Macon. Allá arriba y nos señalaba donde estaban dispuestas cientos de chabolas como en un nacimiento. Volvimos a cruzar la calzaba y nos pusimos, lo hizo el Cooperante, en medio de un barullo grande, a gritarle a todas las furgonetas, a Macon, a Macon. El que se detuvo nos llevó como unos quinientos metros, como unas dos o tres rotondas mas tarde. Se bajó y llamó a un coche particular muy destartalado y le indicó que nos llevara a Macon. Cuando ya estábamos sentados vino a decirnos que no le habíamos pagado, y era verdad, saqué cien kwanzas para probar, y no me pidió mas. Que bien, me dije. No me sentí estafado. En el taxi con nosotros se metieron un hombre y una mujer. Y nos fuimos.
Las cocheras de Macon están en el medio de una barriada, casi en lo alto de ese monte que domina la ciudad. Es una parcela rectangular en donde es imposible que maniobre un autobús para dar la vuelta, aunque lo hace. Está cerrada con una valla de ladrillo pintada de azul ante la que hace guardia un hombre uniformado, como hay tantos delante de tantas casas y de tantos comercios. Los que están delante de los bancos van armados con fusiles ametralladores. También era así en Etiopía pero allí los fotografié, aquí todavía no intimamos.
Cuando nos bajamos del taxi tomamos contacto otra vez con la Angola popular, con el estilo de vida de ese 90 por ciento de la población. La que se permite, en el exceso de viaje, comprarse un zanco de pollo frito o un bocadillo de mortadela para desayunar. Después de ojear los puesto en que se cocinaba yo preferí esperar a que el hambre me obligase a esos excesos. Fue mas tarde, como unas tres horas después cuando me comí cinco patatas fritas que me ofreció el cooperante en una bolsa de plástico, como las que hay en las fruterías de nuestros supermercados santiagueses. Eran gordas como gajos grandes de naranja y deduje, por su sabor y su textura, que habían sido cocidofritas en aceite de palma dos o tres días antes. Mezcladas con un Sumol de piña bien frío me hubiera comido más, pensé cuando me tomé la última.
En las cocheras de Macon, en Lobito, nos dijeron, sin más, que no había billete para Kuito. Para Kuito no. Cómo que no, si ayer me dijeron en Benguela que no iba a tener problemas para obtener dos billetes. Pues no, para Kuito no. Pues deme dos para Huambo, porque en Huambo podremos conseguir un Macon para Kuito. Si, en Huambo si. Y cómo se llaman ustedes? Los dos igual? Bueno, a usted le pondré Junior. Las cosas claras, pensé en gritarle por encima del hombro del Cooperante, pero le daría igual. El estado perfecto de los angolanos es el de la confusión. Y menos mal porque luego la confusión la armamos nosotros.
Al subir al Macon entregamos un billete y nos pidieron dos. El Cooperante que es el responsable de la intendencia, insistió en que aquello era válido para los dos. No, no, le dijo el revisor-conductor. El billete viene para partir en dos, una para usted y otra para mi. Pero es un solo billete. A ustedes les falta un billete. Pues a nosotros nos han solo esto. Pura confusión. Y con nuestras mochilas atascando la subida al Macon. Y la gente esperando. Entonces viene el que nos despachó, y confirmó lo temido, nos había dado dos billetes. Que se acordaba perfectamente y no dijo, porque son ustedes los únicos blancos esta mañana, sino porque, me acuerdo perfectamente que todavía tuve que inventarme lo de junior para que no hubiera confusión.
Nos bajamos y mientras yo me fui a la oficina a remover los papeles, el Coperante se fue a rebuscar por donde habíamos andado. Y pronto le oí gritar, ya está ya está. Lo tenía un hombre que se lo dio al verlo mirar los papeles que había por el suelo.
Lo malo de no tener billete a Kuito es que el autobús de Huambo nos hacía volver a Benguela. Y no solo eso. Nos habíamos ido a dormir a Lobito porque así ya nos poníamos en el camino de vuelta a casa y ahora, nos obligaban a volver atrás, a desandar lo andado.
En Benguela esperamos como media hora antes de retomar el viaje. El conductor era prudente y no hubo frenazos ni brusquedades. Incluso los baches los tomó con prudencia. A las dos horas decidió parar y antes de que pudiéramos descender una nube de niños vendedores estaban en el autobús con cubos con bebidas frías y cubos de bolsas de patatas fritas y entonces tuvimos que esforzarnos mucho para alcanzar la salida.
Fuera había mujeres con pollo frito, solo con pollo frito, zancos enteros de pollo frito y niñas con bolsas de patatas que parecían fritas. Todavía me resistí a aquellos envites. Solo me compré una lata de Sumol, que es un gran invento portugués. No tiene sal, no tiene azúcar y tan solo 142 Kcal. El mío era de piña. Fue dentro, cuando ya nos habíamos puesto en marcha cuando el Cooperante me ofreció las patatas. Están buenas? Pregunté. Y me las comí sin escuchar la respuesta.
La segunda parada fue una hora después, para hacer pis. También la hacen en la Citroen de Vigo. 15 minutos después de la parada de descanso hacen otra parada para que los trabajadores alivien. Todos a la vez. Pues la máquina no la pueden dejar unos si y otros no. Como en un autobus. O paramos todos o no para nadie. Yo no hice nada. Primero porque no tenía necesidad y después, mucho después, porque me molestaba ponerme a hacerlo allí delante de todo el mundo, mirando a las casas que estaban a unos cincuenta metros. Las mujeres parece que tampoco tenían necesidad pues no vi a ninguna hacerlo. O a lo mejor es que no se lo permiten. Que el atraso es en todos los derechos también.
No hubo más paradas hasta Huambo, tres horas mas tarde y siete horas después de haber salido de Lobito. Fue en ese último tramo cuando el viaje volvió a hacernos tomar conciencia de la Angola real, de la Angola que vive muy lejos de los beneficios del petróleo y los diamantes. Aquel autobús que no olía a nada cuando, a las siete de la mañana bajaba la montaña de casitas de barro que acecha al centro de Lobito, se iba haciendo con el olor de todos los que íbamos allí sentados ocupando los 46 asientos. 46 adultos y diez o doce niños. Olía a campo, a sudor, a maduro, a fruta. Probablemente el olor de la Angola del interior.
A nuestra izquierda, una fila mas atrás, una mujer joven dormía teniendo en brazos a un niño con parálisis cerebral. El niño debía de tener seis o siete años y reposaba desmadejado en el regazo de su madre. Estaba esqulético y llevaba puestos unos calcetines con el escudo del Real Madrid. Ella, así dormida, parecía en paz. No tenía ni una sola arruga en la cara, ni un grano, ni una pequeña cicatriz. Es como si estuviera hecha de azabache o de chocolate. Una vez que estuve enfermo de nada, es que de lo que tratan de curarte los psiquiatras y psicólogos, solo me encontraba bien estando dormido. Buscaba el sueño como fuera. Pensé si aquella mujer, con mas razones, estaría celebrando el viaje. Si estaría deseando que no se acabase. Pero probablemente no. Asumida la desgracia se sobrelleva, como se carga con todas las otras limitaciones y carencias que sufre esa amplia mayoría de angolanos y que a nosotros, los ricos de este mundo, nos parecen inasumibles. Creo que aquí, en este país de África, se asume con una inmensa carga de tristeza. Me parece gente muy triste los angolanos.
Llegamos a Huambo lloviendo y de nuevo la confusión. El autobús para Kuito saldrá entre las tres y las cuatro o cuatro y pico; y hasta que llegue no se despachan billetes, si hay, nos dijo una chica joven muy arreglada que parecía contenta con su ejercicio de precisión. Esperamos casi dos horas y media. El Cooperante, fuera, al acecho de los billetes, porque dentro se moría con tanto ruido, y yo en la sala de espera con el barullo y robando fotos. Hasta que el guarda del recinto vino a decirme que no podía hacer fotos y que le enseñara las que había hecho. No hice ninguna, le mentí. Y mientras hablábamos, mejor dicho, hablaba él, yo iba reculando hacia fuera de la sala de espera, hacia un callejón con mercancía. Pues me daba la sensación que todos aquellos que había fotografiado iban a pedir en grupo mi cabeza. Llevo la cámara al cuello para que no se me rompa en la mochila, mentí de nuevo. El hombre siguió hablando y viendo que insistía en lo mismo, le pregunté sorprendido si allí no se podían hacer fotos. No, dijo rotundo. Pues nada, no se preocupe, vaya tranquilo. Y se fue.
El guarda de las cocheras de Macon en Huambo es un hombre corpulento que, encima aparenta más, calzado con unas botas de cordones de mediacaña en las que lleva metido el pantalón de su uniforme que es de color caqui, como de soldado. Me cayó bien por su comprensión, pues me di cuenta que no me creía y que a pesar de eso no me había hecho nada. Pasado un tiempo, después de guardar la cámara me fui a hablar con él, y hablamos y como estábamos en la calle incluso salió a liberarme de un taxista de moto que estaba empeñado en llevarme a Kuito, como tres o cuatro horas, en su cacharro. Y de paquete. Cuando a la mañana siguiente, antes no me atreví, le conté al Cooperante lo del guarda, se echó a reír. El que parecía el jefe de las cocheras lo fue a buscar y le oí que le daba instrucciones para que acabara con eso, pero no entendí a que se refería, me dijo el cooperante, creí que era por unos borrachos que había visto sentados en el suelo. Y me extrañó un poco verlos después y que siguieran igual.
Por supuesto que cuando llegó el autobús, a las cuatro y cuarto, no había billetes. Tan solo uno, dijo tan tranquila la de la taquilla. Yo estaba durmiendo en la sala de espera y vino el Cooperante a despertarme. Vámonos, vámonos que no hay billetes pero el conductor nos hace un sitio. Había como cinco o seis asientos libres que fuimos ocupando los pasajeros a los que el revisor tuvo a bien vender el favor. Al final, un poco antes de llegar a Kuito. Se paró el autocar, se encendieron las luces interiores y el conductor abandonado su sitio anunció, ahora voy a recoger los billetes. Cuando llegó a nuestras plazas, el cooperante le tendió los 2.000 Kwanzas que costaba el billete y él los hizo desaparecer en una décima de segundo. Cuando acabó du inspección y su magia anunció con voz de tenor, Por orden del Ministerio del interior, desde el pasado mes de noviembre los autobuses de la empresa Macon tiene prohibidas hacer más paradas en la ciudad de Kuito que las que corresponden al mercado de Chessindo y a final de trayecto. Y después de una pausa breve, dijo: De todas formas para los pasajeros que solo lleven bultos de mano, pararé si es posible, cuando me lo indiquen.
Ya llegamos, me dijo el Cooperante. Te fijaste, le dije yo, que por la mañana el autobús no olía a nada. Y al final olía como ya huele este. Y aspiré profundamente ese olor dulzón a fruta, a sudor y a campo. Hay que probar de todo, le dije. Nosotros nos bajamos cuando nos vimos cerca de casa. Y aun anduvimos unos quinientos metros. Estábamos molidos. Hacía frío y además del jersey tuve la necesidad de sacar del fondo de la mochila una cazadora de invierno que llevaba por si acaso.
En casa no había luz, un camión se había llevado el poste de delante, nos aclaró el guarda. Eso quería decir que tampoco habría agua caliente y ni siquiera agua fuera de las horas oficiales, que son pocas. A oscuras dejamos las mochilas y nos fuimos al centro a tomar un plato de sopa. Sopa de freixoada. Tiene un color marrón como de café con leche tirando a oscuro, de los freixoes molidos, que dan el mismo color que las lentejas. Y además lleva de todo. En la mía había hasta macarrones. Y por tan solo 3 kawanzas cada uno cenamos en el restaurante más caro, El Red Restaurant, los cooperantes le llaman El portugués, donde las camareras no se ríen nunca.
Enredé en todo antes de meterme en la cama tenía miedo hacerlo tan temprano, pero solo con la luz de una vela no duré mucho. A las nueve estaba dormido.
eres mi ratito de discconect en la gran urbe, casi puedo notar la presencia del cooperante a mi lado. un abrazo e ir con cuidado.