Ya me gustaría contaros un despertar diferente, con el sol reventando en la habitación, levantándome el ánimo y obligándome a salir a disfrutar de la mañana. No fue así. Me desperté solo después de haber dormido de un tirón. Lo que no me ocurría desde hacía años. Habrá que tener en cuenta las condiciones. El colchón era duro como una tabla, la almohada indefinible, el aire acondicionado silencioso y del compañero de habitación ni me enteré. A lo mejor fue la dosis de cansancio que llevaba.
Cuando abrí los ojos, un poco después de las cinco de la mañana, había una claridad plomiza detrás de los visillos. Me levanté a mirar, el sol ni se sabía donde estaba pero la mañana ya había comenzado andar, lloviznaba. Me di una ducha muy caliente, cogí la cámara y salí con la intención de caminar unos cuarenta o cincuenta minutos. Todavía nos quedaban cuatro horas de un ajetreado viaje.
En Waku-Kungo orvallaba de una manera diferente. Las gotas caían tan distanciadas que te parecía que las podías ir esquivando. La ciudad me pareció un invento administrativo. Está al pié de una montaña y es como una tableta de chocolate cuadrada, en cada onza hay un edificio, o un futuro edificio (aquí lo que va a haber en el futuro también se cuenta), un jardín o una parcela a monte. Hay un hotel, una gasolinera,. Cinco o seis bancos, dos o tres casas de comida, una empresa de publicidad y la casa del gobierno local. Los habitantes están en el exterior, la vida palpita a los bordes de la carretera general que roza el borde de la ciudad.
Hice algunas fotos intentando captar lo que era Waku-Kungo pero no tienen ningún interés. La única, quizá, es la que retiene el letrero en el que se anuncia que en el futuro habrá en esa parcela una imprenta del periódico de Angola. Letreros como ese me encontré muchísimos a lo largo del viaje. Pero por algunos el futuro ya había pasado, se sabía porque había dejado el letrero destrozado, y no había nada construido.
Es una práctica común en los políticos, digamos, cortoplacistas que venden lo que van a hacer varias veces; pero en los países más ricos eso se comunica a través de los medios de comunicación, que dejan menos rastro. En Angola se hace por medio de grandes pancartas y la promesa se hace vieja en poco tiempo y a los dos años suena a sarcasmo. Claro que aquí nadie se atreve a reírse del gobierno.
A las seis y media volví al hotel para el desayuno con el resto de los viajeros. La oferta no me permitió seguir mi dieta habitual. En esta ocasión tomé una fritanga de cebolla con setas y un bollo de pan. El zumo de naranja era de cartón.
A las siete nos pusimos en marcha y fue cuando me di cuenta que la vida estaba fuera de aquella ciudad fantasma. A los lados de la carreta se disponían casetas de cemento, de adobe y de latón durante dos o tres kilómetros. En ellas se desarrollaba la vida de la ciudad. Allí se comercializaba lo que necesitaba la gente. Había de todo, desde la farmacia hasta la empresa de recauchutado de ruedas, de todo, menos las entidades bancarias que estaban junto al hotel, el ayuntamiento y la estatua del primer presidente de Angola.
Poco a poco la población de Waku-kungo se fue deshilachando hasta que llegó el momento que todo era campo. Esto es África, te dices. Y te imaginas a las cebras pastando, a una manada de elefantes cruzando la carretera o a una familia de leones tumbados en el arcén viendo pasar el poco tráfico de todoterrenos y camiones. Pero la vida solo es vegetal. Muy intensa en este periodo de lluvias, pero vegetal. Hasta es difícil ver un pájaro.
De vez en cuando, cada quince o veinte kilómetros, hay una moto que espera a que pasamos para incorporarse a la carretera, está en la boca de un camino estrecho de tierra que viene de entre la vegetación. A veces , ante unas cestas de fruta, hay una o dos mujeres esperando pacientemente a que alguien se pare a comprarles algo mientras un montón de niños juegan a cruzar la carretera. El señor Gómes suele espantarlos haciendo sonar el claxon. En ocasiones son hombres los que están en el arcén y no me imagino lo que pueden estar haciendo. Habrán salido a ver como va el progreso, que medirán conforme se va modernizando la flota de automóviles.
Conforme nos acercamos a la alta planicie donde se encuentra Kuito, a 1.600 metros de altitud, el paisaje va cambiando, desaparecen las montañas del horizonte, y ya no son valles lo que atravesamos.
En el viaje, que fue igual de tortuoso que el del día de ayer, pues no había ni un kilómetro sin que la carretera estuviera salpicada de baches, atravesamos dos o tres ríos. Son grandes, en dos ocasiones vimos canoas cruzándolos como a unos cien metros de donde pasaba la carreta. Otra vez vimos, en la orilla opuesta a la nuestra, un poblado grande que se organizaba escalonado como si viviera del río pues todas las casas estaban orientadas hacia él.
En todas las ocasiones lamenté que las malas condiciones del viaje me impidieran hacer una foto decente. Llovía y nos movíamos demasiado.
Los puestos de venta de fruta y verduras de la carretera en ocasiones estaban organizados en un mercadillo de quince o veinte puestos en los que solía no haber nada más que cinco o seis mujeres. En Kangala es diferente. Es el mercado que verdaderamente funciona. Fue el Sr. Gómes quien nos propuso que parásemos para comprar algo para casa.
La que más compra es Clara, la checa. El cooperante y yo decidimos esperar a llegar a casa para saber que es lo que necesitamos.
La media hora larga que nos paramos en Kangala me sentó de maravilla. Llevábamos ya tres horas de viaje sin parar, zarandeados y a veces con violencia. Además, el ambiente era muy diferente al de Luanda y me permití el lujo de hacer unas trescientas fotos en las que traté de recoger lo que más me llamaba la atención. Muchas mujeres y muy jóvenes con niños a la espalda o en el regazo y muy pocas, poquísimas descalzas.
A Kuito llegamos sobre las doce de la mañana. Dejamos el equipaje en casa y nos fuimos a dar una vuelta al pueblo con la intención de comprar una mosquitera cuadrada y comer algo, pues ya era la hora. El cooperante me pidió que, por ser la primera vez, no llevara la cámara. Se lo concedí.
Recorrimos un par de tiendas y un supermercado y no encontramos nada. comimos, lo que ahí llamaríamos un plato combinado y que aquí tiene nombre propio, un bitoque. Un bistec, unas patatas fritas, un huevo, arroz en blanco, tomate, cebolla y lechuga. Cuarenta y cuatro dólares, los dos. Claro que era el mejor restaurante de Kuito. El restaurante Red. Ocho mesas con manteles de cuadros rojos y con unas cortinas rojas que impiden entrar la claridad del exterior. El servicio no se ríe y se lo toman con calma. Y según El Cooperante, es el mejor. Por lo menos aquí sabes lo que hay, dice. Otra cosa es que te lo traigan. Bueno, no siempre sabes lo que hay, pues yo pedí pescado, de acuerdo con la carta, y no lo había. Solo bacalao. Y eso algunos no lo reconocemos como pescado.
Ya en casa el cooperante me presentó a los dos compañeros con los que compartimos vivienda, hay dos mujeres también, pero ellas viven en el anexo que hay en la parte de atrás.
A la tarde volvimos a intentar hacernos con la mosquitera, pero fue inútil. Parece que el chino que las tiene estaba cerrado el sábado por la tarde. Por la noche se organizó una cena en la que estábamos trece personas. Cenamos mucho y El Cooperante y yo fuimos los primeros en abandonar el grupo. Nos disculpamos diciendo que seguíamos estando rotos. Y era verdad.
Las frutas y verduras tienen una pinta exquisita…y las patatas parecen de Bergantiños!,
me ha llamado la atención esa foto con la señora llevando las verduras en la cabeza y el niño que mama mientras caminan…. las miradas, de niños y adultos, parecen hoscas.
Besos
De verdad q no has conseguido una sonrisa? Me dejas sorprendida…. Y estos te entienden y no te sonríen? Ni los niños?