Ayer fue un día largo. Me levanté a las siete en Meis y me acosté a las seis del día siguiente en La Habana. Mucho ambiente en los aeropuertos, mas en el de Madrid que se ha convertido en un centro comercial donde parece que todo el mundo está esperando a que el otro acabe de comprar para irse.
Es sábado, no se puede desayunar en cualquier sitio. Los habituales suelen estar cerrados y estos suelen ser los mejores. Intento aprovecharme y pasar de esta primera ingesta, que es como mi médico de cabecera le llamaría al desayuno. Pero no paso, cedo ante un pan con perro. Después me dejo caer por el Habana Libre a tomar una Coca Cola mejicana, que se anuncia “con menos azúcar”. Me parece que en este viaje no voy a perder kilos. Del anterior volví con cuatro menos.
No fui a San Antonio de Los Baños a comprar la Cola Loca para pegar la goma de la carcasa de la cámara; pero la encontré allí. Me costó, pero la conseguí. Empecé preguntando en el Pto. Comercio “Taller Integral” ( ignoro lo que significa Pto.), que me pareció el lugar idóneo para conseguir arreglar mi cámara. Allí había un hombre joven, sumamente amable, que sin dejar de intentar arreglar un transistor lamentó no poder socorrerme nada más que indicándome dónde podía encontrar la cola loca. Busque a un hombre viejecito que se suele sentar por la acera de enfrente, él la tiene, me dijo.
Hoy me despedí de La Habana. Me vuelvo a casa por una temporada. No he hecho gran cosa durante estos veintitantos días, pasear, leer, hablar con la gente de la calle y realizar el desayuno, la comida y la cena de cada día con el goce de un acontecimiento. Pues uno ya anda en ese tiempo en el que disfruta de esas cosas que no sobresalen de lo común.
Es sábado, he decidido acompañar a Nuestro Hombre en la Habana a La Habana Vieja. Le gusta sentarse a leer en la terraza del Escorial. Dice que el café es bueno y el lugar agradable. A mi no me gusta El Escorial, lo único que me gusta allí es el agua natural embotellada, la gaseosa de Ciego Montero y, por supuesto, las vistas de la Plaza Vieja, visita obligada para todo el que venga a La Habana.
Día de piscina y siesta. Cansancio permanente. La piscina del Habana Libre es como un charco de agua limpia en la que unos pocos de los afortunados decidimos librarnos del pegajoso calor de La Habana. No fuimos nunca más de veinte personas las que estuvimos en la amplia terraza de la primera planta. Allí donde el mural en azules de Amelia Peláez hace fachada del hotel que fue de los Hilton.
En la calle me encuentro a mi vecino, el del segundo, el marido de la mujer que me ayudó el primer día cuando me quedó la llave en la cerradura y tuvieron que venir los vecinos, cada uno con sus artes, a tratar de extraerla. Al final fue alguien con unos alicates quien logró sacarla. Que se estropee la cerradura del portal afecta a toda la comunidad y genera un gran problema, no es fácil conseguir una cerradura nueva y difícil también hacer tantas copias de llaves para tanta gente. Fue un recibimiento extraño, desde aquel día uso la misma llave, no encontré quien me hiciera una copia de la original, y no ha vuelto a pasar nada.
La luna me levantó esta noche de la cama y me resultó irresistible , le hice unas fotos sobre el vecindario. No niego la atracción que la luna ejerce sobre mi, no me gusta la noche que despierta mis miedos y la luna le quita lo oscuro y me permite disfrutar de su calma. A primera vista no son unas vistas bonitas, pero como la belleza no existe si no sabes verla, yo me esfuerzo por buscarla en el juego de luces y sombras incluso de noche. Pero me temo que soy muy torpe.
Estuve en el Gran Teatro de La Habana “Alicia Alonso”. A las nueve de la mañana unas veinte personas aguardaban delante de la puerta a que abrieran. Le pregunté al hombre uniformado que estaba sentado en una silla junto a la puerta, a qué hora abrían y si se adquirían allí las entradas. Era muy delgado y alto, mayor y cargado de hombros, y muy amable. Abren a las nueve y media pero no todos los días hay entradas, me dijo y me quedé perplejo. ¿No tienen entradas todos los días? Le pregunté extrañado. No, no hay entradas todos los días, respondió. Y como me debió ver muy desconcertado trató de aclarármelo: Mire usted, unos días tienen y otros no. ¿Y usted no me puede decir si hoy hay entradas? Pues no, porque yo soy el de seguridad; pero a las nueve y media alguien se asomará por la puerta y lo dirá. Es Cuba, me dije y me fui a ver si desayunaba algo.
Leí una vez en una agenda, de esas que se regalaban antiguamente en Navidad, un proverbio chino que decía, “El hombre que solo habla de comida tiene poco que decir”. Lo decía en chino, con mayor delicadeza y con algo de floritura; pero mi memoria que es vulgar y corta, lo archiva siempre todo traducido al román paladino y sale así. Y desde entonces me pongo en guardia cuando me tropiezo con alguien que está hablando de restaurantes y comidas.
Leí una vez en una agenda, de esas que se regalaban antiguamente en Navidad, un proverbio chino que decía, “El hombre que solo habla de comida tiene poco que decir”. Lo decía en chino, con mayor delicadeza y con algo de floritura; pero mi memoria que es vulgar y corta, lo archiva siempre todo traducido al román paladino y sale así. Y desde entonces me pongo en guardia cuando me tropiezo con alguien que está hablando de restaurantes y comidas.
Me desperté a las cinco de la mañana y no volví a dormirme. A las nueve había quedado un taxista en venir a recogerme para llevarme a La Habana. Era un taxista de confianza de la dueña de la casa a la que conocí ayer noche, acababa de regresar de La Habana, no tenía nada que ver con la mujer que me atendió hasta ahora, la que se había puesto a bailar de alegría cuando acepté quedarme con el cuarto. La dueña no era tan expresiva pero era igual de amable, lo que más las diferenciaba era la manera de comportarse. La dueña tenía un trato más cultivado; quiero decir, estaba más educada en el trato social, se expresaba mejor, con un tono y modos más moderados. Son diferencias, que, a lo mejor, marca el carácter; pero también es probable que obedezca, al menos en las dos primeras generaciones de la revolución, a la educación familiar recibida.